Después de los sesenta: El amor que nunca imaginé

—¿Por qué sigues viniendo sola, Carmen? —me preguntó Rosario, mi vecina, mientras recogía las migas de pan que los gorriones habían dejado en el banco del parque.

No supe qué responderle. Llevaba tres años viuda y, aunque la ciudad seguía rugiendo a mi alrededor, yo sentía que vivía en una pecera, observando la vida pasar tras un cristal empañado. Cada mañana, al despertar, mi primer pensamiento era preparar dos tazas de té, como si Antonio aún estuviera en la cama leyendo el periódico. Pero solo quedaba el silencio y el eco de sus pasos por el pasillo.

Mis hijos, Lucía y Álvaro, me llamaban los domingos. «Mamá, tienes que salir más, apúntate a algún taller, haz amigas nuevas», insistían. Pero yo no quería amigas nuevas. No quería nada nuevo. Hasta que apareció él.

Fue un jueves de marzo, cuando los almendros del Retiro empezaban a florecer. Yo estaba sentada en mi banco habitual, con mi libro de siempre, cuando un hombre se sentó a mi lado. Tenía el pelo blanco y los ojos grises, y olía a colonia fresca y a pan recién hecho.

—¿Le importa si me siento aquí? —preguntó con una voz suave.

Negué con la cabeza. Él sacó una bolsa de papel con churros y me ofreció uno. Dudé un segundo antes de aceptar. Hacía años que nadie me ofrecía nada sin esperar algo a cambio.

—Me llamo Manuel —dijo—. Vengo todos los jueves a este banco desde hace veinte años.

—Yo soy Carmen —respondí—. Yo vengo desde hace tres.

Nos reímos. Fue una risa tímida, casi infantil. Hablamos del tiempo, de los árboles, de los perros que corrían tras las palomas. Cuando me levanté para irme, sentí algo extraño: no quería marcharme.

Durante semanas repetimos el ritual. Manuel traía churros o magdalenas; yo llevaba café en un termo. Compartíamos historias: él hablaba de su infancia en Salamanca, yo de mis veranos en la playa de Sanlúcar. Poco a poco, la tristeza fue cediendo espacio a la curiosidad y la esperanza.

Una tarde lluviosa de abril, Manuel me tomó la mano bajo el paraguas. Sentí un escalofrío recorrerme el cuerpo. Me asusté: ¿cómo podía sentir algo así después de tanto tiempo? ¿No era una traición a Antonio?

Esa noche no dormí. Pensé en lo que dirían mis hijos, en lo que pensaría yo misma si me viera desde fuera: una mujer mayor enamorándose como una adolescente.

Pero al día siguiente volví al parque. Y al siguiente. Y al otro. Manuel me invitó a cenar a su casa: cocinó tortilla de patatas y abrió una botella de vino tinto. Me contó que tenía una hija que vivía en Barcelona y que llevaba años solo.

El amor llegó sin avisar, como una ráfaga de viento cálido en pleno invierno. Empezamos a vernos cada vez más. Íbamos al cine, paseábamos por Lavapiés, nos reíamos por tonterías. Me sentía viva por primera vez en años.

Hasta que una tarde todo cambió.

Estábamos en la terraza de una cafetería cuando vi a mi hijo Álvaro cruzar la calle. Se acercó y saludó a Manuel con una familiaridad inquietante.

—¿Tú eres Manuel García? —preguntó Álvaro, frunciendo el ceño.

Manuel asintió, nervioso.

—¿No le has dicho nada a mi madre? —insistió Álvaro, mirándome con preocupación.

Sentí un nudo en el estómago.

—¿Decirme qué? —pregunté, temblando.

Álvaro suspiró y se sentó junto a nosotros.

—Mamá… Manuel fue el jefe de papá durante años. Tuvieron problemas muy serios en la empresa antes de que papá enfermara…

Me quedé helada. Miré a Manuel buscando respuestas. Él bajó la mirada.

—Carmen… Yo no sabía cómo decírtelo —susurró—. Tu marido y yo tuvimos diferencias laborales… pero nunca quise hacerle daño.

Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. Todo el dolor del pasado volvió de golpe: las discusiones de Antonio sobre su trabajo, las noches sin dormir, su amargura antes de morir.

Me levanté y me fui sin mirar atrás. Durante días no respondí ni a las llamadas de Manuel ni a las de mis hijos. Me encerré en casa, reviviendo cada momento compartido con Antonio y cada palabra dicha por Manuel.

Rosario vino a verme al tercer día.

—Carmen, ¿vas a dejar que el pasado te robe también este presente? —me preguntó con ternura—. Nadie puede juzgar tu felicidad salvo tú misma.

Lloré como no lloraba desde el funeral de Antonio. Al día siguiente llamé a Manuel y le pedí que nos viéramos en nuestro banco del parque.

—No sé si puedo perdonarte —le dije—. Pero tampoco quiero volver a vivir en esa pecera vacía.

Manuel asintió y me tomó la mano con delicadeza.

Hoy sigo sin tener todas las respuestas. Mis hijos aún no lo aceptan del todo; yo misma tengo días de duda y miedo. Pero he aprendido que nunca es tarde para volver a empezar, aunque duela mirar atrás.

¿Quién decide cuándo se acaba nuestra oportunidad para ser felices? ¿Es justo dejar que los fantasmas del pasado dicten nuestro futuro? Espero vuestras respuestas.