Detrás de la puerta: La noche que escapé con mis hijos
—¡Mamá, tengo frío!— susurra Emiliano, apretando mi mano con fuerza. Valeria, mi niña de seis años, se acurruca en mi regazo, temblando. El eco de sus sollozos se mezcla con el zumbido lejano de la ciudad que nunca duerme. Estoy sentada en una banca de cemento, en el pasillo del edificio donde vive mi amiga Mariana, esperando que me abra la puerta. Pero ya son las dos de la mañana y no responde a mis mensajes ni a mis llamadas.
Hace apenas unas horas, estaba en casa, en la colonia Doctores, recogiendo lo poco que pude meter en una mochila: dos mudas para cada uno, los cuadernos de la escuela y el peluche favorito de Valeria. Mi esposo, Julián, había salido a tomar con sus amigos. Sabía que tenía poco tiempo antes de que regresara y todo volviera a empezar: los gritos, los golpes, el miedo.
—¡Apúrate, mamá!— insistía Emiliano mientras yo buscaba los papeles del seguro social y el acta de nacimiento. No podía dejar nada importante atrás; sabía que si salía sin ellos, sería aún más difícil empezar de nuevo.
Cuando por fin salimos a la calle, sentí el aire fresco como un golpe en la cara. Caminamos rápido hasta la estación del Metrobús. Valeria preguntó si íbamos a ver a Mariana y le mentí: —Sí, mi amor, vamos a dormir con tu tía Mariana hoy.
Pero ahora estoy aquí, en este pasillo helado, con los niños dormidos sobre mí y el teléfono sin batería. Mariana no aparece. Recuerdo su mensaje de hace unas horas: «Mi esposo no quiere problemas, dice que no puedes quedarte aquí». Sentí una puñalada en el pecho. Mariana y yo crecimos juntas en Veracruz; juramos que siempre estaríamos una para la otra. Pero ahora su miedo pesa más que nuestra amistad.
Me levanto despacio para no despertar a los niños y camino hacia la ventana del pasillo. Veo las luces lejanas del centro y me pregunto cuántas mujeres estarán pasando por lo mismo esta noche. ¿Cuántas estarán escondidas detrás de una puerta cerrada?
El teléfono vibra débilmente antes de apagarse por completo. Un último mensaje: «Perdóname, Ana. No puedo arriesgarme». Me siento traicionada y sola. Pero no puedo llorar; tengo que ser fuerte por mis hijos.
De pronto escucho pasos en las escaleras. Me tenso, abrazando a los niños con fuerza. Es el portero del edificio, don Rogelio.
—¿Qué hace aquí tan tarde, señora Ana?— pregunta con voz ronca.
Le explico que estoy esperando a Mariana, pero él niega con la cabeza.
—Mire, no puede quedarse aquí toda la noche. Si la ve el administrador, me meto en problemas.
Le suplico unos minutos más. Él suspira y se sienta a mi lado.
—¿Está huyendo?— pregunta en voz baja.
No respondo, pero mis ojos lo dicen todo.
—Mi hermana también pasó por eso— murmura—. Si quiere, puedo llamar a una vecina que ayuda a mujeres como usted.
Acepto sin pensarlo dos veces. Don Rogelio marca un número y habla en voz baja con alguien llamada Lucía. Media hora después, una mujer robusta y amable llega con una chamarra vieja y una bolsa de pan dulce.
—Vámonos antes de que alguien nos vea— dice Lucía.
Caminamos hasta su departamento en un edificio cercano. Los niños se quedan dormidos en un colchón improvisado mientras Lucía me sirve café caliente.
—No eres la primera ni serás la última— dice mientras revuelve el azúcar—. Aquí ayudamos como podemos. Mañana te llevo al refugio.
Me siento aliviada pero también avergonzada. ¿Cómo llegué hasta aquí? Recuerdo cuando Julián y yo nos conocimos en la universidad; era cariñoso y soñador. Pero después del primer embarazo todo cambió: perdió el trabajo, empezó a beber y su frustración se convirtió en violencia. Al principio eran gritos, luego empujones… hasta que una noche me dejó el ojo morado frente a los niños.
Intenté pedir ayuda a mi madre en Veracruz, pero ella solo dijo: «Aguanta hija, así son los hombres; piensa en tus hijos». Nadie quería ver lo que pasaba dentro de mi casa.
En el refugio conocí a otras mujeres: Rosa huyó de Oaxaca porque su esposo le quemó la ropa; Patricia llegó con tres hijos desde Ecatepec después de que su pareja intentó ahorcarla. Todas compartimos historias parecidas: miedo, vergüenza y puertas cerradas.
Un día recibí un mensaje de Julián: «Si no regresas, te quito a los niños». Sentí un escalofrío recorrerme el cuerpo. Fui al Ministerio Público pero me dijeron que sin pruebas no podían hacer nada. Me sentí invisible ante las autoridades; solo era otra mujer más huyendo de un hombre violento.
A veces Valeria pregunta por su papá:
—¿Por qué ya no vivimos con él?
No sé cómo explicarle que su padre es peligroso sin romperle el corazón. Solo le digo:
—Porque ahora estamos seguras, mi amor.
Las noches siguen siendo difíciles; los niños lloran por pesadillas y yo apenas duermo pensando en el futuro. Pero cada día encuentro un poco más de fuerza en las otras mujeres del refugio; nos cuidamos entre todas como una familia improvisada.
Un domingo recibí una llamada inesperada: era Mariana.
—Ana… lo siento mucho. No supe qué hacer. Mi esposo me amenazó con correrme si te ayudaba… Pero quiero verte, aunque sea a escondidas.
Sentí rabia y tristeza al mismo tiempo.
—No te preocupes —le dije—. Ya aprendí que no todas las puertas están abiertas para nosotras.
Colgué sintiendo un vacío enorme pero también una extraña paz: ya no dependía de nadie más para sobrevivir.
Hoy han pasado seis meses desde aquella noche fría en el pasillo del edificio. Conseguí trabajo limpiando casas y los niños van a una escuela cercana al refugio. No es fácil; hay días en los que siento que no puedo más, pero luego veo a Emiliano y Valeria reír juntos y sé que tomé la decisión correcta.
A veces me pregunto si algún día podré volver a confiar en alguien o si siempre viviré con miedo a que Julián aparezca de nuevo. Pero también me pregunto: ¿cuántas mujeres más tendrán que pasar por esto antes de que algo cambie? ¿Cuántas puertas más tendrán que cerrarse antes de que alguien nos escuche?
¿Y tú? Si vieras a una mujer como yo tocando tu puerta en medio de la noche… ¿la dejarías entrar?