Dolor, té y silencios: El precio del amor con Lorenzo

—¿Otra vez el té frío, Chiara? —La voz de Lorenzo retumba en la cocina, cortando el silencio como un cuchillo. No levanto la vista del mantel; mis manos tiemblan apenas mientras intento no derramar el líquido amargo en la taza. El reloj marca las siete y media, pero en mi pecho parece medianoche.

No sé cuándo el desayuno se convirtió en un campo de minas. Antes, cuando llegué a Zaragoza desde Salamanca, todo era novedad: los paseos por la ribera del Ebro, las risas en los bares del Tubo, el olor a pan recién hecho que se colaba por la ventana. Ahora, cada mañana es una coreografía de gestos medidos y palabras contenidas. Lorenzo se sienta frente a mí, hojeando el periódico como si yo no existiera.

—¿Vas a decir algo o te vas a quedar ahí callada? —insiste, sin mirarme.

Me muerdo el labio. Quiero gritarle que sí, que estoy cansada de este silencio que pesa más que cualquier discusión. Pero solo suspiro y aparto la mirada. En mi cabeza resuena la voz de mi madre: «Chiara, una mujer debe saber cuándo luchar y cuándo callar». Pero ¿y si llevo demasiado tiempo callando?

El móvil vibra sobre la mesa. Es un mensaje de mi hermana Lucía: «¿Todo bien? Papá pregunta por ti». No respondo. No quiero preocuparles, ni darles la razón cuando me advirtieron sobre Lorenzo: «Es muy serio, hija, demasiado para ti». Pero yo estaba enamorada de su seriedad, de su manera de mirar el mundo con esa intensidad que ahora me asfixia.

Lorenzo termina su café —siempre café, nunca té— y se levanta sin despedirse. Escucho la puerta cerrarse y me permito llorar en silencio. Las lágrimas caen sobre el mantel azul que elegimos juntos en aquel mercadillo de la Plaza del Pilar. ¿Dónde quedó esa complicidad? ¿En qué momento pasamos de reírnos por tonterías a medir cada palabra?

El día avanza entre rutinas: trabajo remoto para una editorial pequeña, llamadas con autores que nunca conoceré en persona, correos electrónicos llenos de correcciones y fechas límite. Pero lo peor llega al atardecer, cuando Lorenzo regresa y la casa se llena de sus pasos pesados y sus silencios aún más densos.

—¿Has hecho la compra? —pregunta desde el pasillo.

—Sí —respondo bajito—. Hay pollo para cenar.

—Otra vez pollo…

No puedo evitarlo; exploto:

—Si quieres otra cosa, puedes ir tú al supermercado alguna vez.

El silencio que sigue es peor que cualquier grito. Lorenzo me mira como si no me reconociera. Yo tampoco me reconozco en esa voz temblorosa pero firme. Me encierro en el baño y me miro al espejo: ojeras profundas, labios apretados, el pelo recogido a toda prisa. ¿Cuándo me convertí en esta sombra?

Esa noche apenas hablamos. Ceno sola mientras él ve las noticias en el salón. Pienso en Lucía, en su piso compartido lleno de plantas y risas; en mi madre, que siempre supo cuándo marcharse; en mi padre, que nunca levantó la voz pero tampoco supo escuchar. ¿Estoy repitiendo su historia?

El fin de semana llega como una tregua incómoda. Lorenzo propone visitar a sus padres en Huesca. Yo asiento sin ganas; sé que allí todo será aún más tenso: su madre me observa con desconfianza, su padre apenas habla. En el coche, el paisaje pasa rápido por la ventanilla pero dentro del habitáculo el aire es denso.

—¿Por qué estás tan callada últimamente? —pregunta Lorenzo de repente.

—No lo sé… Quizá porque siento que no importa lo que diga —respondo.

Él frunce el ceño.

—Siempre estás con dramas, Chiara. No sé qué esperas de mí.

Me quedo mirando mis manos sobre las rodillas. ¿Qué espero? ¿Que me mire como antes? ¿Que me escuche? ¿Que me quiera sin reservas?

En casa de sus padres todo es frío: la comida insípida, las conversaciones superficiales. Su madre me pregunta si ya pensamos en tener hijos. Siento una punzada en el estómago; ni siquiera puedo imaginar traer una vida a este vacío.

De vuelta a Zaragoza, Lorenzo conduce en silencio. Yo miro las luces de los pueblos lejanos y pienso en escapar. ¿Y si cojo un tren a Salamanca? ¿Y si llamo a Lucía y le pido ayuda?

Esa noche, mientras Lorenzo duerme, escribo una carta que nunca entregaré:

«Querido Lorenzo,
No sé cuándo dejamos de ser nosotros para convertirnos en dos extraños bajo el mismo techo. Me duele tu indiferencia más que cualquier palabra dura. Me duele sentirme invisible cada mañana mientras preparo tu café y mi té frío. No quiero resignarme a esta vida pequeña donde los sueños se marchitan entre silencios y reproches…»

Guardo la carta en un cajón y apago la luz. El insomnio me acompaña hasta el amanecer.

Al día siguiente, Lucía llama por videollamada.

—Chiara, tienes mala cara… ¿Seguro que estás bien?

No puedo mentirle más.

—No lo sé, Lu… Siento que me estoy perdiendo a mí misma aquí.

Ella suspira aliviada, como si llevara tiempo esperando escuchar esas palabras.

—Ven a Madrid unos días —me dice—. Te hará bien cambiar de aire.

Dudo unos segundos pero luego asiento. Esa tarde hago una pequeña maleta mientras Lorenzo está en el trabajo. Dejo una nota breve sobre la mesa:

«Me voy unos días con Lucía. Necesito pensar.»

Cuando cierro la puerta tras de mí siento miedo… pero también alivio.

En el tren hacia Madrid veo mi reflejo en la ventanilla: los ojos hinchados pero vivos por primera vez en mucho tiempo. Saco el móvil y escribo a Lucía: «Gracias por no soltarme».

Mientras el paisaje cambia ante mis ojos pienso en todas las mujeres que desayunan cada día junto a alguien que no las ve ni las escucha. ¿Cuántas veces aceptamos menos de lo que merecemos por miedo a estar solas? ¿Cuándo aprendemos a elegirnos a nosotras mismas?

Quizá no tenga todas las respuestas aún… Pero hoy he dado el primer paso para encontrarlas.