Dos años de silencio: la herida invisible entre mi hija y yo
—¿Por qué no me llama? —me pregunté, mirando el móvil con la esperanza absurda de ver su nombre en la pantalla. El reloj marcaba las ocho y media de la tarde, y el silencio en mi piso de Vallecas era tan denso que podía cortarse con un cuchillo. Afuera, los vecinos gritaban a sus hijos para que subieran a cenar, y yo me preguntaba en qué momento mi propia hija dejó de escuchar mi voz.
Nora siempre fue una niña sensible, de esas que lloran cuando ven una paloma herida o se angustian si una amiga está triste. Yo, en cambio, fui criada en una familia donde las emociones se guardaban bajo llave y el deber era la única brújula. Cuando Nora era pequeña, me prometí que sería una madre ejemplar: exigente, sí, pero justa. «La vida no regala nada», repetía mi padre, y yo lo convertí en mi mantra.
—Nora, ¿has hecho los deberes? —le preguntaba cada tarde, apenas cruzaba la puerta del colegio.
—Sí, mamá —contestaba ella, bajando la mirada.
—¿Seguro? Sabes que no tolero las mentiras.
A veces pienso que ese fue el principio del muro. Yo quería prepararla para el mundo, pero quizá solo la preparé para alejarse de mí.
El día que Nora se fue de casa fue como si me arrancaran un pedazo del pecho. Tenía veintidós años y llevaba meses saliendo con Eric, un chico de Salamanca al que apenas conocía. Recuerdo la discusión como si fuera ayer:
—No puedes irte así, Nora. No tienes trabajo fijo, y ese chico…
—¡Ese chico es mi pareja! —me gritó ella, con los ojos llenos de lágrimas—. Y sí, puedo irme. Porque ya soy adulta y estoy harta de que nunca estés satisfecha conmigo.
La puerta se cerró de un portazo. No volví a oír su voz durante semanas. Luego llegaron los mensajes esporádicos: «Estoy bien». «No te preocupes». Hasta que un día dejaron de llegar.
Cuando nació Serenity, me enteré por una foto en Instagram. Nora sonreía con Eric y la niña en brazos. Yo miraba la pantalla y sentía una mezcla de orgullo y rabia: ¿cómo podía excluirme así? ¿No era yo su madre? ¿No merecía estar allí?
Intenté llamarla. Una vez, dos veces, veinte veces. Nada. Le escribí mensajes largos, pidiéndole perdón si alguna vez había sido demasiado dura. Le conté lo sola que me sentía desde que papá murió y cómo me dolía no conocer a mi nieta. Silencio absoluto.
Mis amigas del centro cultural me decían que le diera tiempo. «Ya volverá», aseguraba Carmen mientras tejíamos bufandas para el mercadillo solidario. Pero los días pasaban y el hueco en mi pecho se hacía más grande.
Empecé a obsesionarme con sus redes sociales. Veía cómo celebraban los cumpleaños, cómo Serenity aprendía a caminar, cómo Nora reía con sus amigas en terrazas del centro. Yo era una espectadora invisible de su vida.
Un día, mientras hacía cola en la panadería, escuché a dos mujeres hablar sobre sus hijos adultos:
—A veces pienso que fui demasiado dura —decía una—. Ahora apenas me llama.
—Yo igual —respondió la otra—. Pero si no les exigimos, ¿cómo van a aprender?
Me sentí reflejada y al mismo tiempo perdida. ¿Había hecho bien? ¿O había confundido exigencia con cariño?
Mi hermana Lucía vino a verme una tarde lluviosa de noviembre.
—Tienes que dejar tu orgullo —me dijo mientras servía café—. Si quieres recuperar a Nora, tendrás que aceptar que cometiste errores.
—¿Y si no quiere perdonarme? —pregunté con voz temblorosa.
—Al menos lo habrás intentado.
Esa noche escribí una carta a mano. No era un mensaje más; era mi corazón abierto en canal:
«Querida Nora,
Sé que he sido una madre dura. Pensé que así te protegía del dolor del mundo, pero quizá solo te hice daño yo misma. Echo de menos tu voz, tu risa, incluso tus enfados. Me gustaría conocerte ahora como mujer y como madre. Si algún día quieres hablarme, aquí estaré. Siempre serás mi hija.
Con amor,
Mamá»
La metí en un sobre y la llevé al buzón al día siguiente, bajo la lluvia fina de Madrid. No esperaba respuesta; solo necesitaba que supiera lo que sentía.
Han pasado seis meses desde entonces. Sigo sin noticias suyas. A veces sueño con ella: la veo entrar por la puerta con Serenity en brazos y me despierto llorando. Otras veces me convenzo de que hice lo correcto, aunque duela.
En el fondo sé que el silencio es también una respuesta. Quizá Nora necesita tiempo para sanar sus heridas; quizá nunca vuelva a buscarme. Pero sigo esperando, aferrada a la esperanza como quien se agarra a un salvavidas en medio del mar.
¿De verdad es tan difícil pedir perdón? ¿O es más difícil aceptar que hemos fallado a quienes más queremos? ¿Cuántas familias en España viven este mismo silencio cada día?