El billete que rompió mi familia: Confesiones de un lotero en Sevilla

—¡Papá, no puedes darle ni un euro a tía Carmen! ¡Ella nunca ha estado cuando la hemos necesitado!— gritó mi hija Lucía, con los ojos enrojecidos y la voz temblorosa, mientras yo sostenía el cheque del millón y medio de euros que la ONLAE me acababa de entregar.

Aún recuerdo el zumbido de las cámaras, los flashes, los abrazos forzados de los políticos locales y el olor a café frío en mi pequeño estanco de Triana. Había vendido el billete del Gordo más grande en la historia de Sevilla, y como premio, recibí una fortuna que jamás soñé tener. Pero nadie te prepara para lo que viene después. Nadie te advierte que el dinero puede ser como un cuchillo afilado: corta lo bueno y lo malo, sin distinción.

Mi mujer, Pilar, me miraba desde la puerta del almacén, con esa mezcla de orgullo y miedo que sólo ella sabe mostrar. —Tomás, cariño, ¿tú crees que esto nos traerá paz?— susurró, casi como si temiera despertar a algún demonio dormido. Yo no supe qué responderle. Porque en ese momento, mientras mis nietos corrían entre las estanterías celebrando como si fuera Navidad, yo sentí un peso en el pecho, una sombra que se colaba entre los billetes nuevos y las promesas de futuro.

La noticia corrió como la pólvora. Los vecinos venían a felicitarme, algunos con sonrisas sinceras, otros con esa mirada calculadora que sólo aparece cuando huelen el dinero ajeno. Mi hermano Antonio fue el primero en aparecer con una botella de manzanilla y un discurso preparado:

—Hermano, ya sabes que siempre hemos sido una piña. Ahora que tienes esa suerte, podríamos invertir juntos en ese bar del Arenal que siempre soñamos…

Yo asentí, sin atreverme a decirle que no quería negocios ni aventuras. Sólo quería tranquilidad. Pero la tranquilidad es un lujo caro cuando todos esperan algo de ti.

Las discusiones familiares no tardaron en llegar. Lucía y su hermano David se enfrentaron por primera vez en años:

—Papá debería repartirlo todo entre nosotros— dijo David, apretando los puños—. Al fin y al cabo, somos sus hijos.

—¿Y los nietos? ¿Y mamá? ¿Y la gente del barrio?— replicó Lucía.

La tensión crecía cada día. Mi cuñada Carmen apareció con una lista interminable de desgracias y facturas impagadas. Mi sobrino Sergio me pidió dinero para montar una startup tecnológica en Málaga. Incluso el párroco del barrio vino a sugerir discretamente una donación para restaurar la iglesia.

Yo empecé a perder el sueño. Me sentaba cada noche en la terraza del estanco, mirando el Guadalquivir y preguntándome si había hecho bien en aceptar aquel cheque. Pilar intentaba animarme:

—Tomás, tú siempre has sido generoso. Haz lo que te dicte el corazón.

Pero mi corazón estaba dividido. Recordaba los años duros: cuando Pilar enfermó y tuvimos que pedir dinero prestado; cuando Lucía perdió su trabajo y volvió a casa con sus dos hijos; cuando Antonio desapareció durante meses y sólo volvió para pedir ayuda.

Una tarde, mientras cerraba la caja registradora, escuché a mis nietos discutir por un videojuego nuevo:

—¡Ahora podemos tener todos los juegos del mundo!— gritó Marcos.

—Pero el abuelo dijo que el dinero es para todos…— murmuró Ana.

Me di cuenta entonces de que el dinero ya estaba cambiando incluso a los más pequeños.

Decidí reunir a toda la familia en casa para hablar claro. El salón estaba lleno: mis hijos, mis nietos, mis hermanos, incluso algunos vecinos curiosos. Me temblaban las manos mientras sostenía el cheque.

—Escuchadme bien— dije con voz firme—. Este dinero no es sólo mío. Es fruto del trabajo de toda una vida y de la suerte. Pero no voy a dejar que nos destruya. Voy a repartir una parte entre vosotros, otra irá para ayudar al barrio y otra para asegurar el futuro de vuestros hijos. Pero no quiero más peleas ni reproches.

El silencio fue absoluto. Vi lágrimas en los ojos de Pilar y rabia contenida en los de David. Antonio bajó la cabeza. Lucía se acercó y me abrazó fuerte.

—Gracias, papá. No por el dinero… sino por recordarnos lo que importa.

Desde entonces, nada volvió a ser igual. Algunos familiares se alejaron, otros se acercaron más. El barrio me miraba con respeto y cierta envidia. Yo seguí trabajando en el estanco, aunque ya no necesitaba hacerlo. Cada vez que alguien venía a comprar un décimo, le miraba a los ojos y le deseaba suerte… pero también paz.

A veces me pregunto si hice bien o mal. Si el dinero realmente puede cambiar a las personas o sólo revela lo que ya llevamos dentro.

¿Vosotros qué haríais? ¿El dinero une o separa? ¿Qué precio tiene la tranquilidad familiar?