El brillo de la esperanza: la historia de Marisol
—¿Cuánto cuesta esa pulsera? —pregunté, casi sin pensar, mientras la gitana me miraba con esos ojos oscuros que parecían saberlo todo.
—Para ti, Marisol, solo veinte pesos —dijo, como si conociera mi nombre desde siempre. Dudé. Veinte pesos era mucho para alguien como yo, que limpiaba casas en el centro de San Miguel de Tucumán y contaba cada moneda para comprar arroz y pan. Pero algo en su voz me hizo sentir que debía hacerlo. Le di el billete arrugado y ella me puso la pulsera en la muñeca con una sonrisa extraña.
—Te va a cambiar la suerte —susurró—. Pero ten cuidado con lo que deseas.
Caminé rápido por la avenida, apretando la bolsa con los restos de pan duro que me habían regalado en la panadería. El sol caía a plomo y el asfalto olía a desesperanza. Pensaba en mi hija Luciana, en su tos persistente, en el alquiler atrasado y en la carta del banco que no me atrevía a abrir. ¿Qué podía cambiar una pulsera barata? Pero cuando llegué a casa, sentí un escalofrío: la puerta estaba entreabierta.
—¡Luciana! —grité, dejando caer las bolsas—. ¿Estás bien?
No hubo respuesta. Entré corriendo, el corazón golpeando mis costillas. Todo estaba revuelto: los cajones abiertos, las sábanas en el suelo. En la mesa había una carta escrita con letra temblorosa.
“Mamá: vino papá. Dice que quiere hablar contigo. Me llevó al parque. No te preocupes.”
Sentí que el mundo se me venía abajo. Hacía tres años que no veía a Ernesto, desde aquella noche en que se fue borracho y prometió no volver jamás. ¿Por qué ahora? ¿Por qué justo hoy?
Me senté en el suelo y miré la pulsera. Era fea, de plástico dorado y cuentas rojas. Pero brillaba como si tuviera vida propia. Recordé las palabras de la gitana: «Te va a cambiar la suerte». ¿Y si era cierto? ¿Y si ese brillo traía algo más que mala fortuna?
No tuve tiempo de pensar más: escuché pasos en el pasillo y la voz de Luciana riendo. Me levanté de un salto y abrí la puerta.
—¡Mamá! —corrió a abrazarme—. Papá me compró un helado.
Ernesto apareció detrás de ella, más flaco y envejecido, pero con esa sonrisa canalla que siempre me desarmaba.
—Hola, Marisol —dijo bajando la mirada—. ¿Podemos hablar?
Quise gritarle, echarlo de mi casa, pero Luciana me miraba con esos ojos grandes llenos de esperanza. Asentí y nos sentamos los tres en la mesa destartalada.
—Sé que no tengo derecho a pedir nada —empezó Ernesto—. Pero estoy enfermo, Marisol. El médico dice que es grave. No tengo a nadie más…
Sentí rabia y compasión al mismo tiempo. ¿Por qué tenía que cargar yo con sus errores? ¿Por qué ahora que apenas podía sostenerme a mí misma?
—¿Y qué quieres que haga? —pregunté con voz dura.
—Solo… déjame quedarme unos días. Ayúdame a ver a Luciana antes de… —no pudo terminar la frase.
Luciana lo abrazó fuerte y yo sentí que el corazón se me partía en dos. Miré mi muñeca: la pulsera brillaba intensamente bajo la luz amarilla del foco.
Esa noche no dormí. Escuchaba la tos de Luciana desde su cuarto y los sollozos ahogados de Ernesto en el sofá. Pensé en todo lo que había perdido: mi juventud, mis sueños de estudiar enfermería, mi dignidad cada vez que limpiaba baños ajenos mientras los dueños me miraban como si fuera invisible.
Al día siguiente fui a trabajar como siempre, pero algo había cambiado. La señora Ramírez, mi patrona más exigente, me recibió con una sonrisa inusual.
—Marisol, ¿te gustaría limpiar también mi consultorio? Pagaría el doble.
No podía creerlo. Acepté sin dudar y sentí un cosquilleo en la muñeca: la pulsera parecía arder sobre mi piel.
Esa semana todo empezó a mejorar: Luciana dejó de toser, Ernesto consiguió un turno en el hospital público gracias a un vecino solidario, y yo recibí una propina inesperada de una clienta extranjera.
Pero no todo era felicidad: los rumores en el barrio crecían. Decían que Ernesto había vuelto porque quería robarme lo poco que tenía; otros murmuraban que yo había hecho un «trabajo» para atraer buena suerte.
Una tarde, mientras barría el patio, mi vecina Rosa se acercó con cara de pocos amigos.
—Tené cuidado, Marisol —me dijo en voz baja—. Esas cosas traen desgracia. Mi tía usó una pulsera así y terminó perdiéndolo todo.
Me reí para no llorar. ¿Era posible que una simple pulsera cambiara tanto? ¿O era yo quien había cambiado?
Esa noche discutí con Ernesto. Quería quedarse más tiempo; yo temía volver a confiar en él.
—No puedo seguir así —le dije entre lágrimas—. No quiero que Luciana sufra otra vez.
Él bajó la cabeza y por primera vez vi miedo en sus ojos.
—No te pido perdón porque sé que no lo merezco —susurró—. Solo quiero hacer las cosas bien antes de irme.
Los días pasaron entre dudas y pequeños milagros cotidianos: una vecina me regaló ropa para Luciana; un cliente me ofreció ayudarla con las tareas escolares; hasta el banco aceptó darme más tiempo para pagar la deuda.
Pero una noche, mientras lavaba los platos, sentí un dolor agudo en la muñeca: la pulsera se rompió y las cuentas rodaron por el piso como gotas de sangre.
Me arrodillé a recogerlas y lloré como nunca antes. Sentí miedo de perder todo lo bueno que había llegado; sentí rabia por depender de algo tan insignificante; sentí alivio por ser libre otra vez.
Al día siguiente llevé a Ernesto al hospital para su última consulta. Salió sonriendo débilmente: «No sé cuánto tiempo me queda, pero gracias por dejarme estar aquí».
Esa noche Luciana se durmió abrazada a mí y supe que pase lo que pase, siempre tendría fuerzas para seguir adelante.
Ahora miro mi muñeca vacía y me pregunto: ¿Fue la pulsera o fui yo quien cambió mi suerte? ¿Cuánto poder le damos a las cosas externas cuando lo único realmente mágico es nuestra capacidad de resistir?
¿Y ustedes? ¿Alguna vez sintieron que algo pequeño podía cambiarles la vida o fue solo una excusa para atreverse a soñar?