El día que Adrián volvió cambiado: Un secreto que nos rompió
—¿Por qué no me miras a los ojos, Adrián? —le pregunté aquella noche, con la voz temblorosa y la copa de vino a medio terminar sobre la mesa. El reloj marcaba las once y media, y el silencio en nuestro piso de Chamberí era tan denso que podía cortarse con un cuchillo. Él, sentado frente a mí, jugaba nervioso con la servilleta, evitando mi mirada como si en mis ojos pudiera leer todo lo que intentaba ocultar.
No era el mismo hombre que se había ido una semana antes a Barcelona por trabajo. Adrián siempre volvía con historias, con regalos pequeños, con besos robados en la cocina mientras preparaba la cena. Pero esa noche, su abrazo fue frío y su sonrisa, apenas un gesto mecánico. Desde el primer momento supe que algo había cambiado, aunque no quise admitirlo.
Durante días, su distancia se hizo más evidente. Ya no hablábamos de tener hijos, ni de buscar una casa más grande cerca del Retiro. Las cenas se llenaron de silencios incómodos y excusas para quedarse hasta tarde en la oficina. Mi madre, que venía los domingos a comer cocido, me miraba con preocupación mientras yo fingía normalidad.
—¿Estás bien, Lucía? —me preguntó una tarde mientras pelábamos patatas juntas.
—Claro, mamá. Solo está cansado —mentí, sintiendo cómo la mentira me quemaba por dentro.
Pero la verdad no tardó en salir a la luz. Una noche, mientras Adrián dormía en el sofá —algo que nunca hacía antes—, su móvil vibró insistentemente. No suelo mirar sus cosas, pero esa vez el impulso fue más fuerte que yo. El mensaje era corto y demoledor: «No puedo seguir así. Dímelo ya o lo haré yo». El remitente: Marta.
Marta era su compañera de trabajo, una mujer simpática que siempre me había parecido demasiado cercana a él. Sentí cómo el suelo se abría bajo mis pies. El corazón me latía tan fuerte que pensé que Adrián podría oírlo desde el otro lado del salón.
Al día siguiente, lo enfrenté. No hubo gritos ni portazos; solo lágrimas y una confesión susurrada entre sollozos.
—Lucía, lo siento… No sé cómo ha pasado. Fue solo una vez en Barcelona… pero no puedo dejar de pensar en ella.
Me quedé helada. Todo lo que habíamos construido juntos —los planes, los sueños, las promesas— se desmoronó en ese instante. Recuerdo mirar por la ventana y ver cómo la vida seguía igual afuera: los vecinos paseando al perro, el camión de la basura recogiendo los contenedores. Todo seguía igual menos yo.
La noticia del divorcio corrió rápido entre amigos y familiares. «Ha sido de mutuo acuerdo», repetíamos ambos como autómatas en cada comida familiar o reunión de amigos. Pero solo mi hermana Carmen supo la verdad.
—¿Y ahora qué vas a hacer? —me preguntó una noche mientras compartíamos una botella de Rioja en mi nuevo piso diminuto.
—No lo sé —le respondí—. Siento que me han arrancado una parte de mí.
Las semanas siguientes fueron un infierno silencioso. La gente me preguntaba si estaba bien y yo sonreía por compromiso. En el trabajo fingía concentración mientras mi mente repasaba una y otra vez cada detalle de los últimos meses: ¿en qué momento dejó de quererme? ¿Qué hice mal?
Un día, al salir del supermercado, me encontré con Marta. Llevaba gafas de sol enormes y evitó mi mirada. Sentí rabia, pero también una extraña compasión. ¿Sería feliz ahora? ¿O también viviría con el peso de la culpa?
Mi madre insistía en que saliera más, que conociera gente nueva. Pero yo solo quería estar sola, reconstruirme poco a poco. Empecé a ir al Retiro los domingos por la mañana, a leer sentada bajo los árboles y observar a las familias paseando. A veces lloraba sin motivo aparente; otras veces me sorprendía sonriendo al ver a un niño correr tras una paloma.
Un día recibí un mensaje de Adrián: «Lo siento por todo. Espero que algún día puedas perdonarme». No respondí. No porque no quisiera, sino porque entendí que algunas heridas necesitan tiempo para cicatrizar.
Ahora, meses después, sigo preguntándome si algún día podré volver a confiar en alguien como confié en él. ¿Es posible reconstruir los sueños cuando te los arrebatan de golpe? ¿O simplemente aprendemos a vivir con las cicatrices?
¿Vosotros qué haríais? ¿Perdonaríais una traición así o preferiríais empezar de cero?