El día que dejé de ser invisible: La historia de Marisa

—¿Otra vez llegas tarde, Antonio? —pregunté, con la voz temblorosa, mientras el reloj de la cocina marcaba las once y cuarto. El olor a lentejas frías llenaba el aire, y mis manos, aún húmedas del fregadero, se aferraban al borde de la encimera como si así pudiera sostenerme en pie.

Antonio ni siquiera me miró. Dejó las llaves sobre la mesa, se quitó la chaqueta y encendió la tele. —No empieces, Marisa. He tenido un día de mierda —dijo, sin molestarse en bajar la voz.

Sentí cómo una rabia antigua me subía por el pecho, pero me la tragué. Como siempre. Porque así era mi vida desde hacía más de quince años: callar, aguantar, esperar. Esperar a que Antonio cambiara, a que cumpliera alguna de sus promesas, a que volviera a ser el hombre del que me enamoré en la universidad de Salamanca. Pero ese hombre se había ido hace mucho tiempo, sustituido por alguien que sólo pensaba en sí mismo.

Mi madre siempre decía: “Marisa, hija, los hombres son así. Hay que tener paciencia.” Pero yo ya no tenía paciencia. Ni fuerzas. Ni ganas.

Esa noche, mientras recogía los platos sin tocar, escuché a mi hija Lucía llorar en su habitación. Tenía catorce años y últimamente apenas hablaba conmigo. Me acerqué a su puerta y llamé suavemente.

—¿Puedo pasar?

No hubo respuesta, pero entré igual. Lucía estaba sentada en la cama, con el móvil en la mano y los ojos rojos.

—¿Qué te pasa, cariño?

Ella me miró con una mezcla de rabia y tristeza. —¿Por qué no te separas de papá? —me soltó de golpe.

Me quedé helada. No supe qué decirle. Porque yo misma no tenía respuesta. ¿Por miedo? ¿Por costumbre? ¿Por no romper la familia? O quizá porque nunca me había atrevido a pensar en mí misma.

—No es tan fácil… —susurré, pero Lucía ya había vuelto la cara hacia la pared.

Aquella noche no dormí. Me pasé horas mirando el techo, escuchando los ronquidos de Antonio y pensando en todas las veces que había renunciado a mis sueños por él: el máster que nunca hice, el viaje a Granada que cancelamos porque él perdió el trabajo, las tardes eternas esperando a que volviera del bar con sus amigos…

Al día siguiente, mientras fregaba el portal del edificio (trabajo como limpiadora desde hace años), escuché a las vecinas cuchichear en el rellano.

—Dicen que Antonio se ve con la del tercero… —susurró Carmen, creyendo que yo no la oía.

Sentí un frío en el estómago. No era la primera vez que escuchaba rumores, pero esta vez algo dentro de mí se rompió. Dejé el cubo y subí corriendo a casa. Antonio estaba en la ducha. Vi su móvil sobre la mesa y, temblando, lo cogí.

No suelo espiar, pero esa vez lo hice. Y ahí estaban: mensajes con Marta, la vecina del tercero. Palabras cariñosas, citas secretas, promesas de un futuro juntos…

Me senté en el sofá y lloré como no lloraba desde niña. No por él. Por mí. Por todos los años perdidos, por todas las veces que me hice pequeña para no molestar.

Cuando Antonio salió del baño, me encontró con el móvil en la mano.

—¿Qué haces?

—Lo sé todo —le dije con voz firme que ni yo reconocí.

Él intentó justificarse, balbuceó excusas absurdas. Pero yo ya no le escuchaba. Por primera vez en mi vida sentí una calma extraña. Sabía lo que tenía que hacer.

Esa tarde fui al despacho de mi hermana Pilar. Ella siempre había sido la fuerte de la familia, la que nunca se callaba nada.

—¿De verdad quieres separarte? —me preguntó.

—No quiero seguir muriendo cada día —le respondí.

Pilar me abrazó tan fuerte que casi me rompió las costillas. —Estoy contigo para lo que necesites.

Los días siguientes fueron un torbellino: abogados, papeles, lágrimas de Lucía (“¿Y si papá se va con Marta?”), llamadas de mi madre (“Marisa, piénsatelo bien…”), miradas de lástima en el barrio… Pero también hubo algo nuevo: una sensación de libertad desconocida.

Antonio se fue a vivir con Marta al poco tiempo. Lucía estuvo semanas sin hablarme; luego empezó a entenderlo poco a poco. Yo busqué otro trabajo por las mañanas para poder pagar el alquiler del piso pequeño donde nos mudamos las dos.

No fue fácil. Hubo noches de miedo y soledad, días en los que dudé si había hecho lo correcto. Pero también hubo momentos hermosos: desayunos tranquilas con Lucía antes del instituto, paseos por el parque sin miedo a llegar tarde a casa, risas con Pilar recordando nuestra infancia en León…

Un día cualquiera, mientras tendía la ropa en el balcón y veía a Lucía estudiar en su escritorio, sentí algo parecido a la felicidad. No era perfecta ni completa, pero era mía.

A veces me pregunto si mereció la pena tanto dolor para llegar hasta aquí. ¿Cuántas mujeres siguen viviendo en silencio por miedo a estar solas? ¿Cuándo aprenderemos a elegirnos a nosotras mismas antes que al qué dirán?

Quizá nunca tenga todas las respuestas, pero hoy puedo mirarme al espejo sin vergüenza y decir: «Marisa, has vuelto a nacer.» ¿Y tú? ¿Cuántas veces has sentido que tu vida no te pertenece? ¿Te atreverías a cambiarla?