El día que el secreto de Victoria salió a la luz: Una historia de traición y abandono en el corazón de Chiapas

—¡Victoria, por favor, empuja! —gritó la partera mientras afuera la lluvia golpeaba los techos de lámina del hospital rural. Sentía que el mundo se me venía encima, no sólo por el dolor físico, sino por el peso insoportable de mi conciencia. Sabía que en cuanto ese niño saliera de mi vientre, nada volvería a ser igual.

Cuando escuché su primer llanto, mi corazón se detuvo. La partera lo sostuvo en brazos y, al mirarlo, vi en sus ojos la pregunta que yo temía: ¿por qué su piel era tan oscura? Mi esposo, Mauricio, esperaba afuera con la familia. Él era un hombre mestizo, de ojos claros y sonrisa fácil, muy querido en San Cristóbal. Yo, Victoria, siempre fui la hija obediente, la que nunca rompía las reglas. Pero hace nueve meses cometí el error más grande de mi vida.

Todo comenzó en la feria del pueblo. Mauricio estaba de viaje por trabajo y yo me sentía sola. Esa noche conocí a Samuel, un joven tzotzil que trabajaba en la carpintería de mi tío. Su risa era contagiosa y sus historias sobre las montañas me hicieron olvidar mis miedos. Una cosa llevó a la otra y, en un momento de debilidad, me entregué a él. Pensé que nadie lo sabría jamás.

Pero ahora, con mi hijo en brazos y su piel morena como la tierra húmeda de Chiapas, supe que mi secreto estaba a punto de explotar.

—¿Quieres cargarlo? —me preguntó la enfermera.

No pude responder. Sentí un nudo en la garganta y las lágrimas comenzaron a rodar por mis mejillas. ¿Cómo iba a enfrentar a Mauricio? ¿Cómo iba a mirar a mi madre a los ojos? En ese instante, tomé una decisión cobarde: dejaría al niño en el hospital y diría que había muerto al nacer.

Esa noche no dormí. Escuchaba los murmullos del personal del hospital:

—¿Ya viste al bebé de Victoria? —decía una enfermera—. No se parece nada al papá.

—Dicen que es hijo de Samuel —respondía otra—. ¡Qué vergüenza para la familia!

Al amanecer, me vestí despacio y salí del cuarto sin mirar atrás. Dejé una nota en la cuna: “Perdóname, hijo. No puedo darte lo que mereces”.

Regresé a casa con los ojos hinchados y el alma rota. Mi madre me abrazó fuerte y Mauricio me preguntó:

—¿Y el niño?

—No sobrevivió —mentí, sintiendo que una parte de mí moría con cada palabra.

Los días siguientes fueron un infierno. El pueblo entero murmuraba a mis espaldas. Mi suegra dejó de hablarme y mi madre rezaba todas las noches por mi alma. Yo apenas comía; cada vez que cerraba los ojos veía la carita de mi hijo y sentía su llanto en mis entrañas.

Un mes después, Samuel vino a buscarme.

—Victoria, ¿por qué hiciste eso? —me reclamó con los ojos llenos de dolor—. Ese niño es nuestro hijo.

—No podía… No podía enfrentar todo esto —le respondí entre sollozos—. No sabes lo que es vivir con miedo al rechazo, al desprecio…

Samuel bajó la mirada y se fue sin decir más. Desde entonces no volví a verlo.

Pasaron los años y aunque intenté rehacer mi vida con Mauricio, nunca pudimos tener otro hijo. Él se volvió frío y distante; yo me convertí en una sombra dentro de mi propia casa. Cada vez que veía a una madre con su hijo en el mercado o escuchaba las risas de los niños jugando fútbol en la plaza, sentía que me arrancaban el corazón.

Un día, mientras caminaba por el centro del pueblo, vi a una mujer tzotzil con un niño de unos cinco años. Tenía los mismos ojos grandes y curiosos que yo recordaba. Me acerqué sin pensar:

—¿Cómo se llama tu hijo? —pregunté con voz temblorosa.

—Se llama Mateo —respondió ella—. Lo adopté del hospital cuando era recién nacido.

Sentí que las piernas me fallaban. Mateo me miró y sonrió tímidamente. Quise abrazarlo, decirle quién era yo, pero no pude. El miedo y la vergüenza seguían atándome como cadenas invisibles.

Esa noche lloré como nunca antes. Me arrodillé frente al altar familiar y le pedí perdón a Dios y a mi hijo por haber sido tan cobarde.

Con el tiempo aprendí a vivir con mi culpa, pero nunca dejé de buscarlo con la mirada entre la multitud. A veces lo veía jugando cerca del río o vendiendo dulces con su madre adoptiva en las fiestas del pueblo. Siempre quise acercarme, pero nunca tuve el valor suficiente.

Hoy escribo esta historia porque sé que hay muchas mujeres como yo en Latinoamérica: mujeres atrapadas entre el miedo al qué dirán y el deseo de ser libres; mujeres que han cometido errores pero también han pagado un precio muy alto por ellos.

A veces me pregunto si algún día podré perdonarme por lo que hice. ¿Cuántas vidas se destruyen por culpa del racismo y los prejuicios? ¿Cuántos niños crecen sin saber quiénes son realmente porque sus madres tuvieron miedo?

¿Y tú? ¿Qué habrías hecho en mi lugar?