El día que mi mundo se rompió: Un secreto en Lavapiés

—¿Eres la esposa de Antonio García? —La voz al otro lado del teléfono temblaba, y yo sentí cómo el suelo se abría bajo mis pies.

—Sí, soy yo. ¿Qué ha pasado? —pregunté, con el corazón desbocado.

—Su marido ha tenido un accidente grave. Está en el Hospital Clínico San Carlos. Debería venir cuanto antes.

Colgué sin recordar cómo, y salí corriendo de casa, dejando el café a medio tomar y la tostada quemándose en la cocina. Bajé las escaleras de nuestro edificio en Lavapiés casi sin sentir las piernas. El aire de Madrid era frío esa mañana, pero yo solo sentía un calor sofocante en el pecho, una mezcla de miedo y confusión.

En el taxi, mi mente iba y venía entre recuerdos: la última vez que vi a Antonio, su beso apresurado antes de salir a trabajar, su sonrisa cansada. ¿Por qué no le dije que le quería? ¿Por qué discutimos anoche por una tontería?

Al llegar al hospital, me encontré con la mirada esquiva de la recepcionista. Me indicó la sala de espera de urgencias. Allí estaba ya mi suegra, Carmen, con los ojos rojos y la cara desencajada.

—¿Sabes algo? —le pregunté, intentando no romperme.

—Solo que está muy grave. Los médicos no nos dicen nada —respondió ella, sin mirarme a los ojos.

Las horas pasaron lentas y pesadas. Cada vez que una enfermera salía al pasillo, sentía que el corazón se me paraba. Finalmente, un médico se acercó.

—¿Familiares de Antonio García?

Nos levantamos de un salto. El médico nos explicó que Antonio estaba estable, pero inconsciente. Había sufrido un fuerte golpe en la cabeza y varias fracturas. No sabían si despertaría pronto.

Me dejaron entrar a verle. Al verle tan frágil, conectado a máquinas, sentí una punzada de culpa y miedo. Le cogí la mano y le susurré:

—Antonio, por favor… despierta. No me dejes sola.

Los días siguientes fueron una pesadilla. Entre turnos en el hospital y llamadas a familiares, empecé a notar cosas extrañas: llamadas al móvil de Antonio de números desconocidos, mensajes que llegaban a su WhatsApp y desaparecían antes de que pudiera leerlos. Una tarde, mientras revisaba su chaqueta para llevarle ropa limpia, encontré un sobre con dinero y una llave pequeña con una etiqueta: “Trastero 17”.

No podía dejar de pensar en ello. ¿Por qué tenía Antonio tanto dinero escondido? ¿Qué había en ese trastero?

Una noche, incapaz de dormir, llamé a mi hermana Lucía.

—No sé qué hacer —le confesé entre sollozos—. Siento que no conozco al hombre con el que llevo quince años casada.

—Quizá deberías ir a ese trastero —me sugirió ella—. Necesitas respuestas.

Al día siguiente, fui al edificio donde estaban los trasteros. El portero me miró con desconfianza.

—¿Viene por el trastero del señor García? —preguntó.

Asentí, intentando parecer tranquila. Cuando abrí la puerta del trastero 17, me quedé helada: dentro había cajas llenas de documentos, sobres con dinero y varias fotos de Antonio con una mujer desconocida y una niña pequeña.

Sentí que me faltaba el aire. ¿Quiénes eran ellas? ¿Por qué tenía Antonio otra familia?

Volví al hospital hecha un mar de lágrimas. Carmen me vio llegar y enseguida supo que algo pasaba.

—¿Qué has descubierto? —me preguntó con voz dura.

Le enseñé las fotos. Ella bajó la mirada y murmuró:

—Sabía que tarde o temprano saldría todo a la luz…

—¿Tú lo sabías? ¿Desde cuándo? —grité, incapaz de contenerme.

—Antonio cometió errores… Pero te quiere —dijo ella, como si eso pudiera arreglarlo todo.

Me sentí traicionada por todos: por Antonio, por Carmen, por mi propia familia que quizá sospechaba algo y nunca me dijo nada. Durante días no pude mirar a Antonio sin sentir rabia y tristeza.

Cuando finalmente despertó del coma, lo primero que hizo fue buscar mi mano.

—Marina… lo siento…

No pude responderle. Solo lloré en silencio mientras él intentaba explicarse entre lágrimas y palabras entrecortadas.

—No quería hacerte daño… Fue antes de conocerte… Pero nunca tuve valor para contártelo…

Las semanas siguientes fueron un infierno: visitas al hospital, discusiones familiares, abogados llamando para hablar del testamento y la custodia de la niña desconocida. Mi hermana Lucía intentaba apoyarme, pero yo solo quería desaparecer.

Una tarde, mientras paseaba por el Retiro intentando aclarar mis ideas, me encontré con la mujer de las fotos. Se llamaba Beatriz y venía con la niña de la mano.

—Solo quiero que sepas que nunca quise hacerte daño —me dijo Beatriz—. Antonio es buen padre… pero no supo elegir.

No supe qué contestar. Sentí compasión por ella y por la niña, pero también una rabia sorda hacia Antonio por habernos mentido a las dos familias durante años.

Ahora han pasado meses desde aquel día fatídico. Antonio sigue recuperándose y yo intento reconstruir mi vida entre los escombros de lo que creía seguro. A veces pienso en perdonarle; otras veces creo que nunca podré volver a confiar en nadie.

¿Es posible reconstruir una vida después de una traición así? ¿O hay heridas que nunca terminan de cerrar?