El día que mi vida cambió para siempre: una historia de amor, cicatrices y esperanza

—¿Por qué a mí? —me repetía una y otra vez, mientras el pitido constante de las máquinas llenaba la habitación blanca del hospital de La Paz. Mi madre, sentada a mi lado, no dejaba de apretar el rosario entre los dedos. Mi padre, con la mirada perdida en la ventana, no decía nada. Y yo, Marta, la hermana mayor, sentía que el mundo se me caía encima.

Lucía siempre había sido la luz de la casa. Tenía esa risa contagiosa que llenaba cualquier rincón, y una manera de ver la vida que hacía que hasta los días más grises parecieran primavera. Pero aquella noche de septiembre, todo cambió. Un conductor borracho se saltó un semáforo en rojo en la Gran Vía y arrastró su coche contra el de Lucía. Cuando llegué al hospital, apenas la reconocí: su cara estaba cubierta de vendas, y los médicos no sabían si volvería a caminar.

—Marta, ¿crees que podré volver a bailar? —me susurró Lucía semanas después, cuando por fin pudo hablar.

No supe qué responderle. Recordé las tardes en las que bailábamos sevillanas en el salón, imitando a nuestra abuela. Recordé sus sueños de ser profesora de danza. Y sentí una rabia inmensa contra el mundo, contra el destino, contra aquel hombre que ni siquiera se había detenido a ayudarla.

Los meses siguientes fueron un infierno. Lucía pasó por más de siete operaciones. Su cara quedó marcada por cicatrices profundas y su pierna derecha nunca volvió a ser la misma. Los amigos empezaron a desaparecer poco a poco. Algunos no sabían qué decir; otros simplemente no soportaban verla así. Incluso mi tía Carmen dejó de venir a casa: «Es demasiado duro para mí», decía.

Pero lo peor fue cuando Lucía empezó a evitar los espejos. Se tapaba la cara con bufandas incluso en pleno agosto madrileño. No quería salir, no quería que nadie la viera. Mi madre intentaba animarla cocinando sus platos favoritos —tortilla de patatas, croquetas— pero nada funcionaba.

Una tarde, mientras yo fregaba los platos, escuché un sollozo ahogado en el baño. Me acerqué y encontré a Lucía sentada en el suelo, con las tijeras en la mano.

—No puedo más, Marta —me dijo entre lágrimas—. Nadie va a quererme así.

Me arrodillé a su lado y la abracé con todas mis fuerzas.

—Yo te quiero —le susurré—. Y te prometo que esto no va a ser el final de tu historia.

Fue entonces cuando decidí dejar mi trabajo en la gestoría para estar con ella a tiempo completo. Mi novio, Álvaro, no lo entendió.

—Estás tirando tu futuro por la borda —me gritó una noche—. No puedes cargar con todo tú sola.

—Es mi hermana —le respondí—. Si tú no lo entiendes, es que no me conoces.

Álvaro se fue y nunca volvió. Pero yo seguí adelante.

Poco a poco, Lucía empezó a salir de casa conmigo. Al principio solo íbamos al parque del Retiro, donde nadie nos conocía. Un día se atrevió a quitarse la bufanda y dejar que el sol le acariciara la cara. Vi cómo una niña pequeña la miraba con curiosidad y luego le sonreía. Lucía le devolvió la sonrisa por primera vez en meses.

Fue en una de esas salidas cuando conocimos a Sergio. Era fisioterapeuta y corría por el parque todas las mañanas. Un día se acercó y nos preguntó si necesitábamos ayuda para subir una cuesta empinada con la silla de ruedas.

—Gracias —le dije yo, mientras Lucía bajaba la mirada avergonzada.

Sergio empezó a acompañarnos cada mañana. Traía churros y café caliente y contaba historias divertidas sobre sus pacientes del hospital Gregorio Marañón. Poco a poco, Lucía empezó a reírse otra vez.

Un día, Sergio le propuso ayudarla con ejercicios de rehabilitación gratis.

—No tienes que hacerlo —le dijo Lucía—. No soy ningún caso especial.

—Para mí sí lo eres —respondió él mirándola a los ojos.

Aquella frase lo cambió todo. Empezaron a verse fuera del parque: primero para tomar algo en una terraza de Malasaña, luego para ir al cine (Lucía insistió en ver una comedia romántica). Yo observaba desde lejos cómo mi hermana volvía poco a poco a ser ella misma.

Pero no todo era tan fácil. Cuando Sergio le pidió salir oficialmente, Lucía dudó.

—¿De verdad quieres estar conmigo? —le preguntó una noche—. ¿No te da vergüenza que te vean conmigo?

Sergio le cogió la mano y le besó las cicatrices con ternura.

—Tus cicatrices son parte de tu historia —le dijo—. Y yo quiero estar en esa historia contigo.

Se casaron un año después en una pequeña iglesia de Toledo. Yo fui su madrina y lloré como nunca antes había llorado en mi vida. Nadie pensaba que Lucía podría volver a caminar por el pasillo de una iglesia, pero lo hizo apoyada en el brazo de Sergio y con una sonrisa más luminosa que nunca.

Hoy tienen dos hijos preciosos: Mateo y Sofía. Lucía ha vuelto a bailar —no como antes, pero sí lo suficiente para enseñarles pasos sencillos en el salón mientras suena Sabina de fondo. A veces todavía tiene días malos; hay miradas en la calle que duelen más que cualquier operación. Pero ahora sabe que no está sola.

A veces me pregunto si todo esto habría pasado igual si yo hubiera elegido otro camino, si hubiera pensado más en mí misma y menos en ella. Pero luego veo a Lucía feliz, veo a mis sobrinos reírse y sé que valió la pena cada sacrificio.

¿Hasta dónde serías capaz de llegar por amor? ¿Creéis que las cicatrices pueden convertirse en alas? Me encantaría leer vuestras historias.