El día que nadie recordó: la mesa vacía de mamá

—¿De verdad nadie va a venir hoy? —pregunté en voz baja, aunque sabía que nadie podía oírme. El reloj de la cocina marcaba las nueve y media. La tortilla de patatas estaba fría, el pan duro y el gazpacho aún sin servir. Había puesto la mesa para cinco, como cada jueves desde hace veinte años, pero esta vez el silencio era tan denso que dolía.

Me llamo Carmen y soy madre de tres hijos: Lucía, Álvaro y Sergio. Mi marido, Antonio, murió hace seis años. Desde entonces, la casa se ha ido llenando de ausencias. Pero yo seguí cocinando para todos, como si el simple acto de poner la mesa pudiera conjurar el olvido.

Recuerdo cuando Lucía era pequeña y me ayudaba a pelar patatas. “Mamá, ¿por qué lloras cuando cortas cebolla?”, me preguntaba con esos ojos grandes. Yo reía y le decía que era cosa de las madres, que lloramos por todo y por nada. Ahora Lucía vive en Madrid, trabaja en una oficina elegante y apenas llama. Álvaro está en Valencia, siempre ocupado con sus proyectos de arquitectura. Sergio aún vive conmigo, pero llega tarde y se encierra en su cuarto con los cascos puestos.

Esta noche, como tantas otras, les escribí al grupo familiar de WhatsApp: “La cena está lista. Os espero”. Nadie contestó. Ni un emoji. Ni un simple “llego tarde”.

Me senté en la cabecera de la mesa y miré los platos vacíos. El eco de las risas infantiles parecía burlarse de mí desde las paredes. ¿En qué momento se rompió todo? ¿Cuándo pasé de ser el centro de sus vidas a convertirme en un mueble más?

El teléfono vibró. Un mensaje de Lucía: “Mamá, lo siento, tengo reunión. Te llamo mañana”. Álvaro ni siquiera leyó el mensaje. Sergio salió de su cuarto solo para coger una cerveza y volvió a encerrarse sin mirarme.

—¿No vas a cenar conmigo? —le pregunté desde la puerta.

—No tengo hambre —respondió sin quitarse los cascos.

Cerré la puerta despacio. Me apoyé en la pared y sentí cómo el peso del silencio me aplastaba el pecho.

No siempre fue así. Hubo un tiempo en que la casa era un hervidero de voces, peleas por el mando de la tele y carreras por el pasillo. Antonio llegaba cansado del trabajo y yo le servía la cena mientras los niños contaban sus aventuras del colegio. Éramos una familia normal, con problemas normales: facturas que no llegaban a fin de mes, discusiones por los deberes, alguna bronca por llegar tarde.

Pero yo estaba ahí para todo. Fui madre, enfermera, profesora y hasta payasa cuando hacía falta arrancarles una sonrisa. Renuncié a mi trabajo en la biblioteca para cuidarles. Dejé de salir con amigas porque siempre había algo más importante: una fiebre, una función escolar, una pesadilla a medianoche.

Ahora me pregunto si hice bien. Si darlo todo por ellos fue un error. Si les enseñé a quererme o solo a necesitarme.

La vecina del quinto, Pilar, dice que es ley de vida: los hijos crecen y se van. Pero yo veo a otras madres en el parque con sus nietos, o en el mercado con sus hijas, riendo juntas. ¿Por qué yo no? ¿Qué hice mal?

A veces pienso en llamarles y gritarles que vengan, que me siento sola, que necesito oír sus voces aunque sea para discutir por tonterías. Pero no lo hago. No quiero ser una carga ni una madre pesada.

Esta noche decidí cenar sola en la terraza. El aire olía a jazmín y a verano madrileño. Cerré los ojos y recordé la última vez que estuvimos todos juntos: fue en Navidad, hace dos años. Lucía llegó tarde porque perdió el tren; Álvaro discutió con Sergio por política; yo terminé llorando en la cocina mientras fregaba los platos.

—Mamá, no te pongas así —me dijo Lucía entonces—. Es solo una cena.

Pero no era solo una cena. Era mi manera de mantenernos unidos, aunque fuera por un par de horas al año.

Esta noche he entendido que quizá nunca vuelvan todos juntos a esta mesa. Que mis hijos tienen sus propias vidas y yo debo aprender a vivir con este vacío.

Pero también sé que no quiero resignarme al olvido. Mañana llamaré a Lucía y le diré que la echo de menos. Invitaré a Álvaro a pasar un fin de semana conmigo. Le pediré a Sergio que cene conmigo al menos una vez por semana.

Quizá no consiga recuperar lo que se ha perdido, pero al menos sabrán que sigo aquí, esperando con la mesa puesta y el corazón abierto.

¿Es egoísta querer ser importante para quienes más amas? ¿O es simplemente humano desear que te recuerden antes de que sea demasiado tarde?