El día que perdí el control en el parque: una lección de humildad
«¡No vuelvas a empujar a mi hija!» grité con una voz que no reconocía como mía. Estaba en el parque con Lucía, mi pequeña de tres años, cuando un niño la empujó al suelo sin motivo aparente. Mi corazón latía con furia y mis manos temblaban mientras me acercaba al niño, que me miraba con ojos grandes y asustados.
Lucía, con sus rizos dorados y su vestido azul lleno de flores, se levantó del suelo con lágrimas en los ojos. «Mamá, él me empujó», sollozó mientras se aferraba a mi pierna. Sentí una ola de protección y rabia inundar mi ser. No podía permitir que nadie lastimara a mi hija.
La madre del niño, una mujer alta y delgada llamada Marta, se acercó rápidamente. «Lo siento mucho, no sé qué le ha pasado a Javier», dijo con una voz temblorosa. Pero yo no estaba dispuesta a escuchar excusas.
«Deberías enseñarle a tu hijo a no ser un matón», le espeté, sin pensar en las consecuencias de mis palabras. Marta me miró con sorpresa y dolor en sus ojos.
«Él no es un matón», respondió ella, tratando de mantener la calma. «Es solo un niño pequeño que cometió un error».
Pero yo no podía escucharla. Mi mente estaba nublada por la ira y la necesidad de proteger a Lucía. «¡Un error que podría haber lastimado gravemente a mi hija!», exclamé, elevando aún más la voz.
Otros padres comenzaron a mirar en nuestra dirección, algunos susurrando entre ellos. Sentí sus miradas juzgadoras clavarse en mí, pero no podía detenerme. Estaba cegada por mis emociones.
Marta se llevó a Javier, quien ahora lloraba desconsoladamente, y se alejó del parque. Me quedé allí, con Lucía en mis brazos, sintiéndome victoriosa por un breve momento. Pero esa sensación pronto fue reemplazada por una profunda vergüenza.
Esa noche, mientras acostaba a Lucía, ella me miró con sus grandes ojos marrones y preguntó: «Mamá, ¿por qué estabas tan enfadada hoy?» Su pregunta me golpeó como un balde de agua fría. ¿Qué ejemplo le había dado a mi hija? ¿Qué había aprendido ella de mi reacción?
Me senté en el borde de su cama y suspiré profundamente. «Cariño, a veces mamá se enfada porque quiere protegerte», le expliqué suavemente. «Pero hoy me equivoqué al gritarle a la mamá de Javier. No fue correcto».
Lucía me miró con curiosidad y luego sonrió levemente. «Está bien, mamá», dijo mientras cerraba los ojos para dormir.
Esa noche apenas pude dormir. Mi mente no dejaba de repasar el incidente en el parque. Me di cuenta de que había actuado impulsivamente, dejando que mis emociones tomaran el control. En lugar de resolver el conflicto con calma y comprensión, había optado por la confrontación y la agresión verbal.
Al día siguiente, decidí buscar a Marta para disculparme. La encontré en el parque, sentada en un banco mientras Javier jugaba cerca. Me acerqué con el corazón en la mano.
«Marta», comencé con voz temblorosa, «quiero disculparme por lo que ocurrió ayer. No debí haber reaccionado así».
Ella me miró con sorpresa pero también con comprensión. «Todos cometemos errores», dijo suavemente. «Lo importante es aprender de ellos».
Nos quedamos hablando un rato más, compartiendo historias sobre nuestros hijos y las dificultades de ser padres. Me di cuenta de que ambas queríamos lo mismo: criar a nuestros hijos en un ambiente seguro y amoroso.
Al final del día, me sentí aliviada por haber dado ese paso hacia la reconciliación. Aprendí que ser madre no solo significa proteger físicamente a mi hija, sino también enseñarle a manejar los conflictos con empatía y respeto.
Ahora me pregunto: ¿cómo puedo asegurarme de ser siempre el mejor ejemplo para Lucía? ¿Cómo puedo enseñarle a enfrentar los desafíos con calma y sabiduría? Estas son preguntas que seguiré explorando mientras crecemos juntas.