El día que se fue: una boda que nunca llegó

—¿Hola? —contesté con la voz aún ronca, mientras el sol apenas asomaba entre las cortinas de mi cuarto en San Miguel del Monte.

—Luz… soy yo, Julián —su voz temblaba, como si estuviera a punto de romperse.

Sentí un escalofrío. Nadie llama a esa hora si no es por algo grave. Mi corazón latía tan fuerte que apenas escuchaba el resto.

—¿Qué pasa? ¿Estás bien? —pregunté, sentándome en la cama, con el vestido de novia colgado en la puerta, listo para el gran día.

Hubo un silencio largo, tan largo que pensé que la llamada se había cortado. Pero entonces lo escuché, casi susurrando:

—No puedo casarme contigo. No estoy listo. Perdóname…

El mundo se detuvo. Sentí que me arrancaban el aire de los pulmones. No supe qué decir. Solo escuché el clic del teléfono y el silencio más cruel de mi vida.

Corrí al baño y vomité. Me miré al espejo: los ojos hinchados, la piel pálida. ¿Cómo le iba a explicar esto a mi mamá, a mi abuela, a todo el pueblo? Aquí, donde todos saben todo y los chismes vuelan más rápido que el viento del norte.

Mi mamá golpeó la puerta:

—¿Luz? ¿Qué pasa? ¿Por qué lloras?

No pude responderle. Solo abrí la puerta y me lancé en sus brazos. Ella entendió sin palabras. Me abrazó fuerte, como cuando era niña y tenía miedo de las tormentas.

—Ese Julián… ¡Malagradecido! —gritó mi abuela desde la cocina—. ¡Después de todo lo que hicimos por él!

Y era cierto. Julián venía de una familia humilde. Mi papá le consiguió trabajo en la ferretería, mi mamá lo invitaba a comer cada domingo. Todos apostaban por nosotros: la pareja perfecta del pueblo.

Pero ahora yo era la novia abandonada. La que no fue suficiente.

Las horas pasaron lentas. El teléfono no paraba de sonar: tías, primas, amigas… Todos querían saber qué había pasado. Yo solo quería desaparecer.

Por la tarde, salí al patio buscando aire. Mi hermana menor, Camila, se sentó a mi lado.

—¿Y si fue por otra? —me preguntó en voz baja.

La miré con rabia.

—No digas estupideces.

Pero la duda ya estaba sembrada. ¿Y si Julián tenía a alguien más? ¿Y si nunca me amó?

Esa noche no pude dormir. Recordé cada momento juntos: los paseos por la plaza, los besos robados detrás de la iglesia, las promesas susurradas bajo las estrellas. ¿Todo había sido mentira?

Al día siguiente, salí a comprar pan y sentí las miradas clavadas en mi espalda. Las vecinas cuchicheaban:

—Pobre Luz…
—¿Viste cómo la dejó plantada?
—Dicen que Julián se fue a Buenos Aires…

Quise gritarles que se callaran, pero solo apreté el paso y regresé a casa con las lágrimas a punto de estallar.

Mi papá estaba furioso. No hablaba mucho, pero esa noche lo escuché discutir con mi mamá:

—¡Ese muchacho nos humilló! ¿Qué va a decir la gente?
—Lo importante es Luz —respondió ella—. Ya bastante tiene con esto.

Me encerré en mi cuarto y lloré hasta quedarme dormida.

Pasaron los días y Julián no dio señales de vida. Ni una llamada, ni un mensaje. Nada. Como si nunca hubiera existido.

Una tarde, mi mejor amiga, Mariana, vino a verme con una botella de vino barato y dos vasos de plástico.

—Vamos a brindar por ti —dijo—. Porque te mereces algo mejor.

Nos reímos y lloramos juntas. Me contó que su hermano había visto a Julián en la terminal de ómnibus, con una mochila y cara de perdido.

—Dicen que se fue porque no aguantaba la presión —me dijo Mariana—. Que tu familia lo asfixiaba…

Me dolió escucharlo, pero también entendí algo: yo tampoco era feliz. Llevaba meses sintiendo que todo era demasiado rápido, que no estaba lista para ser esposa, madre y señora del pueblo.

Esa noche hablé con mi mamá.

—¿Y si esto es lo mejor que pudo pasarme? —le pregunté—. ¿Y si yo tampoco estaba lista?

Ella me miró sorprendida.

—Hija… yo solo quiero verte feliz. No importa lo que diga la gente.

Por primera vez en días sentí alivio. Tal vez Julián me hizo un favor al irse. Tal vez necesitaba perderlo para encontrarme a mí misma.

Pero el pueblo no olvida fácil. Las semanas siguientes fueron un desfile de miradas lastimosas y comentarios malintencionados:

—¿Y ahora qué va a hacer Luz?
—Seguro termina sola…
—Pobre familia, tanto esfuerzo para nada…

Me refugié en el trabajo con mi papá en la ferretería. Aprendí a usar herramientas, a negociar con proveedores, a enfrentar clientes difíciles. Descubrí una fuerza que no sabía que tenía.

Un día, mientras acomodaba tornillos en un estante, entró Don Ernesto, el dueño del almacén.

—Luz, tu abuela estaría orgullosa —me dijo—. No todas las mujeres tienen el coraje de seguir adelante después de algo así.

Sentí un nudo en la garganta. Pensé en todas las mujeres del pueblo que habían sido juzgadas por amar demasiado o por no amar lo suficiente; por casarse jóvenes o quedarse solteras; por ser madres solteras o divorciadas.

Un sábado cualquiera, mientras barría la vereda de la ferretería, vi a Julián cruzar la plaza. Estaba más flaco y ojeroso. Nuestros ojos se encontraron por un segundo eterno.

Se acercó despacio.

—Luz…

No supe qué decirle. Él bajó la mirada.

—Perdón —susurró—. No supe cómo manejarlo… Me sentía ahogado…

Lo miré con una mezcla de rabia y compasión.

—No te odio —le dije—. Pero tampoco te necesito para ser feliz.

Se fue sin mirar atrás. Y yo sentí que algo dentro de mí finalmente sanaba.

Hoy han pasado dos años desde aquel amanecer fatídico. Sigo viviendo en San Miguel del Monte, trabajando con mi familia y soñando con abrir mi propio negocio algún día. A veces me preguntan si volveré a enamorarme o si tengo miedo de quedarme sola.

La verdad es que aprendí a quererme como soy: fuerte, imperfecta y valiente.

¿Quién decide cuándo estamos listos para amar o para ser amados? ¿Cuántas veces dejamos que el miedo o el qué dirán nos roben la oportunidad de ser felices? Los leo…