El diario de mi madre: el secreto que me separó de mi familia
—¿Por qué nunca me miras igual que a Macarena o a Sergio? —le pregunté una tarde a mi madre, con la voz temblorosa y los ojos llenos de lágrimas. Ella, sentada en la mesa de la cocina, ni siquiera levantó la vista del periódico. —No digas tonterías, Lucía. Anda, ve a ayudar a tu hermana con los deberes.
Tenía quince años y esa fue la última vez que intenté buscar una explicación. Siempre sentí que era diferente, como si yo fuera una pieza de otro puzle, encajada a la fuerza en la foto familiar del salón. Mi hermano mayor, Sergio, era el orgullo de mamá: buen estudiante, deportista, siempre sonriente. Macarena, la pequeña, era la niña de sus ojos: dulce, risueña, incapaz de levantar la voz. Yo… yo era la del medio. La que nunca recibía un abrazo espontáneo ni un “te quiero” sin motivo.
Pasaron los años y aprendí a vivir con ese frío. Me refugié en los libros y en las tardes con mi abuela Carmen, que sí me miraba como si yo fuera especial. Pero mamá… mamá siempre fue un muro. Incluso cuando me rompí el brazo en el instituto y volví a casa llorando, ella solo suspiró: —¿Otra vez tú? Siempre metiéndote en líos.
La distancia se hizo rutina. Cuando cumplí dieciocho años, me fui a estudiar a Salamanca y apenas volví en vacaciones. Mis hermanos seguían siendo el centro del universo materno; yo era una visita incómoda. Pero nunca dejé de preguntarme por qué. ¿Qué había hecho yo para merecer ese hielo?
La respuesta llegó mucho después, cuando ya tenía veintisiete años y mi madre enfermó. El cáncer fue rápido y cruel. Durante semanas, la casa se llenó de familiares y vecinos trayendo comida y palabras vacías. Yo me quedé en Madrid trabajando, pero viajaba cada fin de semana para verla. En una de esas visitas, mientras ordenaba su habitación buscando un pañuelo limpio, encontré una caja de madera bajo su cama.
Dentro había cartas antiguas, fotos en blanco y negro… y un cuaderno azul con tapas gastadas. Era su diario. Dudé antes de abrirlo, pero algo dentro de mí gritaba que lo hiciera.
Las primeras páginas eran anodinas: recetas, listas de la compra, recuerdos de vacaciones en Benidorm. Pero pronto empecé a leer frases que me helaron la sangre:
“Hoy he vuelto a mirar a Lucía y no he sentido nada. ¿Por qué no puedo quererla igual que a los otros? ¿Por qué cada vez que me llama mamá siento culpa?”
Pasé las páginas con el corazón encogido. Descubrí que mi madre había tenido una aventura poco antes de quedarse embarazada de mí. Que durante meses dudó si contarle la verdad a mi padre. Que cuando nací, no pudo evitar verme como un recordatorio constante de su error.
“Lucía tiene los ojos de Andrés”, leí en una página fechada en 1993. Andrés… el nombre me sonaba vagamente: un amigo de la familia que desapareció de nuestras vidas cuando yo era pequeña.
El diario era un grito silencioso de culpa y miedo. Mi madre había intentado quererme, pero no pudo. Y yo crecí sintiendo ese vacío sin entenderlo.
Cerré el cuaderno con las manos temblorosas. De repente todo encajaba: las miradas esquivas, los silencios incómodos, las comparaciones constantes con mis hermanos. No era mi culpa. Nunca lo fue.
Esa noche no dormí. Al amanecer, bajé a la cocina y encontré a mi padre preparando café.
—Papá… ¿quién era Andrés? —pregunté sin rodeos.
Él se quedó quieto unos segundos antes de responder:
—Alguien que ya no importa —dijo con voz cansada—. Lo importante eres tú.
Pero yo necesitaba saber más. Busqué a Andrés en viejas agendas y finalmente di con su dirección en un pueblo cercano a Ávila. Fui a verle una tarde lluviosa de octubre.
Andrés era un hombre mayor, con el pelo canoso y los mismos ojos verdes que veía cada mañana en el espejo. Cuando le dije quién era, se le humedecieron los ojos.
—Siempre supe que algún día vendrías —susurró—. Tu madre… nunca quiso que te sintieras diferente.
—Pero lo hizo —respondí—. Toda mi vida he sentido que no encajaba.
Andrés me contó su versión: cómo amó a mi madre en silencio, cómo aceptó desaparecer para no destruir una familia. Me abrazó antes de irme y por primera vez sentí algo parecido a paz.
Volví a casa unos días antes de que mamá muriera. Me senté junto a su cama y le cogí la mano.
—He leído tu diario —le confesé—. Ya sé todo.
Ella lloró en silencio durante minutos eternos.
—Perdóname —susurró—. No supe hacerlo mejor.
No sé si la perdoné entonces o si aún sigo intentándolo hoy.
Ahora miro a mis hermanos y entiendo muchas cosas: sus privilegios, mis carencias, los silencios familiares llenos de secretos. Pero también sé que soy más fuerte por todo lo vivido.
A veces me pregunto: ¿cuántas familias viven atrapadas en mentiras por miedo al qué dirán? ¿Cuántos hijos crecen sintiéndose extraños en su propia casa?
¿Vosotros habéis sentido alguna vez que no encajabais? ¿Creéis que se puede perdonar algo así?