El diario de mi madre: La verdad que desgarró mi mundo

—¿Por qué nunca me miras como miras a Lucía? —le pregunté a mi madre una tarde de noviembre, mientras la lluvia golpeaba con furia los cristales del salón. Ella ni siquiera levantó la vista del periódico. Mi hermana pequeña, sentada a su lado, recibía caricias en el pelo y sonrisas que yo jamás había conocido. Tenía diecisiete años y una certeza: algo en mí era diferente, algo que ni siquiera yo podía nombrar.

Mi padre, Antonio, siempre fue un hombre ausente, absorbido por su trabajo en la notaría del centro de Madrid. Mi madre, Carmen, era el pilar de la casa, pero conmigo ese pilar se volvía muro. Recuerdo los domingos en los que Lucía y ella cocinaban juntas, riendo entre harina y huevos, mientras a mí me enviaban a comprar pan o a ordenar mi habitación. «Eres demasiado seria, Paula», me decía Carmen. «Deberías aprender a disfrutar de las cosas simples». Pero ¿cómo disfrutar cuando sientes que no perteneces?

La adolescencia fue una sucesión de puertas cerradas y palabras no dichas. En el instituto, mis amigas hablaban de sus madres como confidentes; yo solo podía hablar de la mía como una presencia lejana, casi hostil. Mi abuela Mercedes, la única que parecía entenderme, murió cuando yo tenía quince años. Su ausencia dejó un vacío aún mayor en casa.

Todo cambió el día que encontré el diario. Fue por casualidad: buscaba una bufanda en el altillo del armario de mis padres cuando una caja polvorienta cayó al suelo. Dentro había cartas antiguas, fotos en blanco y negro y, en el fondo, un cuaderno de tapas azules con el nombre de mi madre escrito en letra elegante: «Carmen Gutiérrez, 1989».

No debería haberlo leído, lo sé. Pero la tentación fue más fuerte que la culpa. Esa noche, con las manos temblorosas y el corazón desbocado, abrí el diario bajo la luz tenue de mi escritorio.

«Hoy he vuelto a ver a Enrique. No sé cómo seguir adelante con esta mentira. Antonio nunca debe saberlo. Y si algún día tengo una hija… ¿cómo podré mirarla a los ojos?»

Leí y releí esas líneas hasta que las lágrimas me nublaron la vista. Enrique. Un nombre que no reconocía. Seguí leyendo páginas llenas de angustia, miedo y remordimiento. Descubrí que mi madre había tenido una relación con otro hombre poco antes de casarse con mi padre. Que durante años había vivido con la duda sobre quién era realmente mi padre biológico. Que yo era el recordatorio constante de una traición que nunca pudo perdonarse.

El mundo se me vino abajo. Comprendí por fin la distancia, la frialdad, las miradas esquivas. Yo era la herida abierta en su vida perfecta. Cerré el diario y lo devolví a su sitio, pero ya nada sería igual.

Durante semanas caminé por la casa como un fantasma. Observaba a mi madre con otros ojos: cada gesto suyo era ahora un enigma, cada palabra un posible reproche disfrazado de indiferencia. Me preguntaba si alguna vez me había querido de verdad o si solo veía en mí el rostro de su culpa.

Una tarde no pude más y exploté:
—¿Quién es Enrique?

Mi madre palideció al instante. Lucía estaba en su habitación y mi padre aún no había llegado del trabajo. Carmen dejó caer el cuchillo con el que cortaba cebolla y se apoyó en la encimera.
—¿Dónde has oído ese nombre?
—En tu diario —respondí sin rodeos—. Sé toda la verdad.

El silencio fue tan denso que creí ahogarme en él. Mi madre se sentó frente a mí y por primera vez vi lágrimas en sus ojos.
—No sabes cuánto lo siento, Paula —susurró—. Nunca quise hacerte daño.
—¿Por qué nunca me lo dijiste? ¿Por qué me has hecho sentir siempre fuera de lugar?
—Porque cada vez que te miraba veía todo lo que perdí… y todo lo que no fui capaz de afrontar.

Lloramos juntas por primera vez en la vida. Pero no fue un llanto liberador; era un llanto lleno de reproches, miedo y tristeza acumulada durante años.

A partir de ese día, nuestra relación cambió pero no mejoró. Mi madre intentó acercarse a mí, pero yo ya no podía confiar en ella como antes —si es que alguna vez lo hice—. Empecé a buscar a Enrique: pregunté a mi tía Pilar, rebusqué entre papeles antiguos, hasta que di con una dirección en Salamanca.

Un sábado cogí un tren sin decir nada a nadie. Cuando Enrique abrió la puerta, supe al instante que era mi padre: tenía mis mismos ojos verdes y esa forma nerviosa de mover las manos al hablar.

—¿Eres Paula? —preguntó él, con voz temblorosa.
Asentí sin poder articular palabra.

Hablamos durante horas en un pequeño café cerca de la Plaza Mayor. Me contó su versión: cómo amó a mi madre, cómo ella eligió quedarse con Antonio por miedo al qué dirán y por seguridad económica. Cómo supo de mi existencia pero nunca se atrevió a buscarme para no destrozar más vidas.

Volví a Madrid con más preguntas que respuestas. ¿Quién era yo realmente? ¿La hija ilegítima de un amor prohibido? ¿La impostora en una familia tradicional? ¿O simplemente Paula, perdida entre dos mundos?

El tiempo ha pasado desde entonces. Mi madre y yo mantenemos una relación cordial pero distante; Lucía nunca supo nada y sigue siendo la niña mimada de la casa. Con Enrique hablo de vez en cuando; es un extraño cercano, una presencia reconfortante pero dolorosa.

A veces me pregunto si algún día podré perdonar a mi madre por su silencio o si podré perdonarme a mí misma por haber buscado una verdad que solo trajo más dolor.

¿De verdad es mejor saberlo todo? ¿O hay verdades que deberían quedarse para siempre enterradas? ¿Vosotros qué haríais si estuvierais en mi lugar?