El eco de la ausencia: Soledad en Madrid
—¿Por qué has vuelto tan tarde, Elena? —La voz de Lucía retumba en el pasillo oscuro, justo cuando cierro la puerta del piso que compartimos desde que mamá murió.
No respondo. Dejo las llaves sobre la mesa y me quito los zapatos, sintiendo el frío del suelo madrileño en pleno noviembre. El reloj marca las dos y media de la madrugada. Afuera, la ciudad sigue viva, pero aquí dentro solo queda el eco de nuestra ausencia.
—¿Otra vez con tus amigas? —insiste Lucía, cruzada de brazos, con el ceño fruncido y el pijama arrugado.
—No empieces, por favor —susurro, intentando no romperme.
Desde que mamá se fue hace seis meses, nada ha vuelto a ser igual. Papá vive en Valencia con su nueva pareja y apenas llama. Lucía y yo nos quedamos en este piso pequeño de Lavapiés, rodeadas de recuerdos y silencios que pesan más que cualquier palabra.
Me encierro en mi habitación, pero el murmullo de la televisión encendida en el salón atraviesa las paredes. Me tumbo en la cama y miro el techo, repasando cada discusión, cada reproche no dicho. Antes, cuando mamá vivía, todo parecía tener sentido. Ahora, la independencia que tanto ansiaba se ha convertido en una cárcel invisible.
Al día siguiente, desayuno sola. Lucía sale temprano para trabajar en la librería del barrio. Yo sigo buscando empleo desde que me despidieron del restaurante. La ciudad me abruma: los metros llenos, las calles atestadas de turistas, los cafés donde nadie se mira a los ojos. A veces me siento invisible.
Por la tarde, recibo un mensaje de Raúl: “¿Te apetece tomar algo esta noche?” Dudo. Salir significa evitar el silencio del piso, pero también enfrentarme a esa sensación de no pertenecer a ningún sitio. Acepto. Mejor eso que quedarme sola con mis pensamientos.
En el bar de Malasaña, Raúl me mira con preocupación:
—Te noto rara últimamente. ¿Va todo bien con Lucía?
Me encojo de hombros. —No sé… Siento que no me entiende. Que nadie lo hace.
Raúl asiente. —La familia es complicada. Pero no puedes cargar con todo tú sola.
Sus palabras me duelen porque son ciertas. Siempre he sido la fuerte, la que cuida de todos. Pero ahora ni siquiera sé cómo cuidarme a mí misma.
Al volver a casa, encuentro a Lucía llorando en la cocina. Me acerco despacio.
—¿Qué pasa?
Ella niega con la cabeza, pero al final se derrumba:
—No puedo más, Elena. Echo de menos a mamá. Siento que te estoy perdiendo también a ti.
Nos abrazamos entre lágrimas y promesas rotas. Por primera vez en meses hablamos de verdad: del miedo a estar solas, del peso de las expectativas familiares, del futuro incierto.
—¿Y si vendemos el piso y cada una busca su camino? —propone Lucía con voz temblorosa.
La idea me asusta y me alivia al mismo tiempo. ¿Sería eso libertad o simplemente otra forma de huir?
Esa noche no duermo. Pienso en todo lo que hemos perdido y en lo poco que nos queda: nosotras mismas. Recuerdo las tardes de verano en el pueblo de Segovia con mamá, los paseos por El Retiro, las risas en la cocina mientras preparábamos tortilla de patatas.
Al día siguiente, mientras paseo por la Gran Vía entre luces y ruido, me doy cuenta de que la soledad no depende del lugar ni de la compañía. Está dentro de uno mismo, como una sombra persistente.
Cuando llego a casa, Lucía me espera con una taza de té y una sonrisa cansada.
—He pensado que podríamos intentarlo un poco más —dice—. Buscar ayuda… juntas.
Asiento. Quizá no sea tarde para reconstruirnos desde los pedazos rotos.
A veces me pregunto: ¿es posible encontrar libertad sin renunciar al amor? ¿O estamos condenados a elegir entre estar solos o perder una parte de nosotros mismos?
¿Qué haríais vosotros? ¿Vale más la independencia o la familia?