El eco de la primavera: una maternidad tardía y el peso de un secreto
—¿Por qué lloras, mamá? —me preguntó Sofi, con sus manitas tibias apretando las mías mientras yo miraba por la ventana, viendo cómo los jacarandás florecían en la avenida principal de Córdoba. Era la primera semana de septiembre y el aire olía a tierra mojada y a promesas nuevas, pero yo solo sentía el peso de un pasado que no me dejaba respirar.
No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle a una niña de siete años que hay dolores que no tienen nombre? ¿Cómo decirle que cada primavera me recuerda el pecado que cometí, ese que ni el tiempo ni los rezos han logrado borrar?
Mi nombre es Mariana Torres. Tengo 39 años y, aunque muchos piensan que mi vida es perfecta —una casa bonita en Alta Córdoba, un esposo que me quiere y una hija risueña—, hay noches en las que el silencio me devora. No siempre fui así. Hubo un tiempo en que soñaba con ser alguien más: una abogada exitosa, viajando por América Latina, defendiendo causas justas. Y lo logré, al menos por un tiempo.
Cuando Sofi nació, mi mundo cambió. Me convertí en madre joven, casi sin quererlo. Martín, mi esposo, estaba feliz; yo, asustada. Pero con los años aprendí a amar esa rutina de cuentos antes de dormir y desayunos apurados antes del colegio. Nunca pensé en tener otro hijo. La maternidad me había costado demasiado: mi carrera se estancó, mis amigas desaparecieron y mi cuerpo nunca volvió a ser el mismo.
Pero la vida tiene formas extrañas de ponerte a prueba. Hace dos años, cuando Sofi ya era independiente y yo volvía a sentirme dueña de mi tiempo, descubrí que estaba embarazada otra vez. Fue un golpe seco, como un portazo en medio de la noche. Martín lloró de alegría cuando se lo conté. Yo lloré de miedo.
—No quiero volver a empezar —le dije una noche, mientras él acariciaba mi vientre apenas abultado.
—¿Por qué no? Podemos con todo —me respondió con esa fe ciega que siempre tuvo en nosotros.
—No puedo, Martín. No quiero perderme otra vez.
Discutimos durante semanas. Él soñaba con una familia grande; yo solo quería recuperar lo que había perdido: mi trabajo en el estudio jurídico, mis viajes a Buenos Aires, mi libertad. La presión fue creciendo como una tormenta silenciosa. Mi mamá me llamaba todos los días desde Tucumán para preguntarme cómo estaba el bebé. Mis suegros ya tejían mantitas y hacían planes para la llegada del nuevo nieto.
Pero yo sentía que me ahogaba. Una tarde, después de una reunión tensa en el trabajo —donde apenas mencioné mi embarazo y vi cómo las oportunidades se desvanecían frente a mis ojos— tomé una decisión. Fui sola al consultorio de la doctora Ramírez, en un barrio discreto lejos de casa. No le conté a nadie. Ni a Martín, ni a mi mamá, ni siquiera a mi mejor amiga Lucía.
El procedimiento fue rápido y frío. Recuerdo el olor a desinfectante y la mirada cansada de la doctora. Cuando salí del consultorio, sentí alivio… pero también una culpa tan grande que casi no podía caminar.
Martín nunca supo la verdad. Le dije que había perdido el embarazo de forma natural. Lloró conmigo y me abrazó fuerte durante semanas. Yo solo quería olvidar todo, pero cada primavera —cuando los jacarandás florecen y el aire se llena de vida— el recuerdo vuelve como un puñal.
El año pasado, Sofi empezó a preguntar por qué no tenía hermanos como sus amigas del colegio. Yo le inventé historias: que Dios nos había dado solo una hija porque era muy especial; que las familias vienen en todos los tamaños; que ella tenía muchos primos para jugar. Pero cada mentira era otra piedra en mi mochila.
La relación con Martín cambió después de eso. Él se volvió más distante; yo más irritable. Discutíamos por tonterías: quién debía buscar a Sofi al colegio, quién lavaba los platos, por qué ya no salíamos los viernes como antes. Una noche, después de una pelea especialmente fea, Martín me miró con los ojos llenos de tristeza y me dijo:
—Siento que te estoy perdiendo, Mariana.
No supe qué decirle. ¿Cómo explicarle que yo también me había perdido?
En casa todo parecía normal desde afuera: cumpleaños con globos y piñatas, fotos sonrientes en Instagram, cenas familiares los domingos. Pero adentro yo era un campo minado de culpas y silencios.
Hace unas semanas, Lucía vino a visitarme desde Rosario. Nos sentamos en la terraza con mate y medialunas mientras Sofi jugaba con su perra Lola en el jardín.
—Te noto rara —me dijo Lucía—. ¿Qué te pasa?
No pude más. Le conté todo entre lágrimas: el embarazo, la decisión, la mentira a Martín… Lucía me abrazó fuerte y lloró conmigo.
—No sos la única —me susurró—. Hay muchas mujeres como vos, Mariana. Pero nadie habla porque nos enseñaron a callar.
Esa noche no dormí. Pensé en todas las mujeres que conozco: mis primas en Salta criando hijos solas; mis compañeras del estudio jurídico luchando por un ascenso mientras esconden sus embarazos; mi mamá dejando su carrera para criarme a mí y a mis hermanos.
¿Hasta cuándo vamos a cargar solas con estas decisiones? ¿Por qué nadie habla del precio real de la maternidad?
Hoy es primavera otra vez. Sofi cumple ocho años la semana próxima y me pidió una fiesta con payasos y torta de chocolate. Martín y yo estamos mejor; fuimos a terapia y aprendimos a hablarnos sin miedo. Pero el secreto sigue ahí, latiendo bajo mi piel como una herida vieja.
A veces pienso en ese hijo que no tuve. ¿Sería nena o varón? ¿Tendría mis ojos o la sonrisa de Martín? ¿Me perdonaría algún día si supiera la verdad?
Miro a Sofi jugando bajo los jacarandás y siento amor y culpa mezclados en partes iguales. Sé que nunca podré olvidar lo que hice, pero también sé que no estoy sola.
¿Y ustedes? ¿Alguna vez tomaron una decisión tan difícil que les cambió la vida para siempre? ¿Creen que es posible perdonarse uno mismo?