El eco de la promesa rota: La historia de Lucía
—¿Por qué no viene mi madre? —pregunté por enésima vez a Sor Pilar, apretando con fuerza la muñeca de trapo que me había acompañado desde que tenía memoria. Ella me miró con esa mezcla de compasión y cansancio que sólo tienen quienes han visto demasiados niños esperar en vano.
Tenía seis años y llevaba casi dos en el centro de acogida de Alcalá de Henares. Recuerdo el olor a lejía, las paredes frías y el eco de los pasos en los pasillos. Cada vez que sonaba el timbre, mi corazón latía tan fuerte que creía que todos podían oírlo. «Hoy sí», me repetía. «Hoy viene mamá».
Pero los días pasaban y sólo venían padres de otros niños, trabajadores sociales, o alguna tía lejana que traía caramelos y promesas vacías. Mi madre no volvía. Nadie me explicaba nada. Sólo decían: «Tu madre está intentando arreglar las cosas». Yo no entendía qué cosas podían ser más importantes que yo.
Las noches eran lo peor. Me tapaba la cabeza con la manta para no escuchar los sollozos de otros niños, pero siempre acababa llorando también. A veces soñaba con mi madre: la veía en la estación de Atocha, buscándome entre la multitud, gritando mi nombre. Me despertaba empapada en sudor, con la esperanza rota una vez más.
Un día, llegó una pareja al centro. Ella se llamaba Carmen y él, Antonio. Carmen tenía el pelo corto y rizado, y unos ojos marrones llenos de luz. Antonio era alto y siempre olía a colonia fresca. Me llevaron a una sala con juguetes nuevos y me preguntaron si quería jugar al parchís. Yo no sabía qué decir; hacía tanto tiempo que nadie me preguntaba lo que quería.
—¿Te gustaría venir a pasar un fin de semana con nosotros? —preguntó Carmen, sonriendo.
Miré a Sor Pilar, buscando permiso. Ella asintió. Recuerdo que sentí miedo. ¿Y si mi madre volvía y yo no estaba? ¿Y si se olvidaba de mí para siempre?
El primer fin de semana con Carmen y Antonio fue extraño. Su casa olía a café y a pan tostado por las mañanas. Tenían una gata llamada Lola que se subía a mi regazo sin miedo. Carmen me ayudó a peinarme antes de ir al parque y Antonio me enseñó a montar en bici sin ruedines.
Pero yo seguía esperando. Cada vez que sonaba el teléfono, me tensaba. Cada vez que alguien llamaba al timbre, corría a la puerta esperando ver a mi madre. Carmen lo notaba.
—Lucía, ¿quieres hablar de tu mamá? —me preguntó una noche mientras me arropaba.
Negué con la cabeza. No quería llorar delante de ella. Pero Carmen insistió:
—No tienes que olvidar a tu madre para querernos a nosotros.
No entendí sus palabras hasta mucho después.
Pasaron los meses y empecé a acostumbrarme a la rutina: desayunos en familia, deberes en la mesa del salón, paseos por el Retiro los domingos. Pero el miedo seguía ahí, agazapado en algún rincón del pecho.
Un día, Sor Pilar vino a visitarme. Me llevó aparte y me dijo:
—Lucía, tu madre ha decidido que no puede hacerse cargo de ti. Ha firmado los papeles para que puedas ser adoptada.
Sentí como si el suelo se abriera bajo mis pies. Lloré tanto que creí que nunca podría parar. Carmen me abrazó fuerte y Antonio se sentó a mi lado en silencio.
—No tienes por qué decidir nada ahora —dijo Carmen—. Pero queremos que sepas que te queremos como eres, con tu historia y tus heridas.
Esa noche soñé con mi madre otra vez, pero esta vez no corría hacia mí; se alejaba entre la niebla, cada vez más pequeña hasta desaparecer.
La vida siguió. Poco a poco, empecé a llamar «mamá» a Carmen y «papá» a Antonio, aunque al principio sólo lo hacía cuando nadie más podía oírme. Aprendí a confiar en ellos, aunque el miedo al abandono nunca desapareció del todo.
A veces, cuando veo fotos antiguas o escucho una canción que me recuerda a mi infancia, siento un nudo en la garganta. Pero ya no espero junto a la ventana; ahora sé que tengo un hogar.
Hoy tengo diecisiete años y estoy a punto de terminar bachillerato. Sueño con estudiar psicología para ayudar a niños como yo, esos que esperan durante años una promesa que nunca llega.
A veces me pregunto: ¿cuántos niños siguen esperando? ¿Cuántos Lucías hay ahora mismo mirando por la ventana, creyendo que el amor sólo llega si eres perfecta? ¿Y si todos mereciéramos una segunda oportunidad?
¿Vosotros también habéis sentido alguna vez ese miedo a no ser suficiente? ¿Creéis que es posible curar del todo las heridas del abandono?