El eco de la traición: Mi viaje hacia el perdón

—¿Por qué me haces esto, Tomás? —grité, con la voz quebrada y las manos temblorosas, mientras la lluvia golpeaba los cristales del salón. Él no me miraba. Tenía la cabeza gacha, los ojos clavados en el suelo de madera, como si quisiera desaparecer entre las vetas oscuras.

No era la primera vez que discutíamos, pero aquella noche, el 17 de noviembre, todo cambió. Encontré los mensajes en su móvil por casualidad, buscando una foto de nuestro hijo para enviársela a mi madre. Pero lo que vi no eran fotos familiares, sino palabras dulces y promesas secretas dirigidas a Lucía, mi mejor amiga desde el colegio. Sentí que el aire se volvía denso, irrespirable. El corazón me latía tan fuerte que pensé que iba a desmayarme.

—No sé qué decirte, Marta —susurró Tomás—. No quería hacerte daño.

Me reí, amarga.—¿Y qué pensabas que iba a pasar? ¿Que nunca me enteraría? ¿Que podrías seguir viéndola a mis espaldas mientras yo cuidaba de nuestro hijo y de tu madre enferma?

El silencio se hizo eterno. Solo se oía el tic-tac del reloj y el retumbar lejano de un trueno. Me senté en el sofá, derrotada. Las lágrimas caían sin control. Recordé los veranos en la playa con Lucía, las confidencias adolescentes, las risas compartidas. ¿Cómo había podido traicionarme así?

Esa noche no dormí. Tomás se fue a casa de su hermano y yo me quedé sola con mi hijo dormido y una rabia sorda en el pecho. Al amanecer llamé a mi abuela Carmen. Ella siempre había sido mi refugio, la roca firme en la que apoyarme cuando todo tambaleaba.

—Abuela, no puedo más —le dije entre sollozos—. Me han destrozado.

Ella guardó silencio unos segundos.—Hija, la vida está llena de pruebas. Pero recuerda: Dios nunca te abandona. Reza, Marta. Pide fuerza para perdonar, aunque ahora te parezca imposible.

Colgué sintiéndome vacía, pero sus palabras se quedaron conmigo como un susurro persistente. Durante días apenas comí ni hablé con nadie. Mi hijo, Pablo, me miraba con sus grandes ojos marrones y preguntaba por su padre. Yo solo podía abrazarlo fuerte y prometerle que todo iría bien.

La noticia corrió por el barrio como la pólvora. En el supermercado notaba las miradas furtivas, los cuchicheos. Mi madre me insistía en que echara a Tomás de casa para siempre; mi hermana Laura me animaba a denunciarlo públicamente en redes sociales. Pero yo sentía que ninguna de esas opciones me aliviaría el dolor.

Una tarde, mientras paseaba por el parque con Pablo, vi a Lucía sentada en un banco. Dudé si acercarme o salir corriendo, pero mis pies me llevaron hacia ella casi sin pensarlo.

—¿Por qué? —le pregunté sin preámbulos.

Lucía levantó la vista; sus ojos estaban rojos e hinchados.—No sé qué decirte, Marta. No quería hacerte daño…

—Pues lo has hecho —la interrumpí—. Me has destrozado la vida.

Ella empezó a llorar.—Lo sé… Lo siento tanto… No puedo perdonarme.

Me quedé allí de pie, sintiendo una mezcla de odio y compasión. Recordé las palabras de mi abuela: «Pide fuerza para perdonar». Pero ¿cómo se perdona algo así?

Esa noche recé por primera vez en mucho tiempo. No pedí venganza ni justicia; solo pedí paz para mi corazón roto. Poco a poco empecé a sentir una calma extraña, como si alguien me abrazara desde dentro.

Tomás volvió a casa una semana después para recoger sus cosas. Nos sentamos en la cocina, frente a frente como dos desconocidos.

—Sé que no merezco tu perdón —dijo—. Pero quiero pedirte disculpas por todo el daño que te he hecho.

Le miré largo rato.—No sé si podré perdonarte algún día… Pero por Pablo voy a intentarlo.

Él asintió y se marchó sin mirar atrás.

Los meses siguientes fueron duros. La soledad pesaba como una losa y las noches eran interminables. Pero poco a poco fui reconstruyendo mi vida: volví al trabajo en la biblioteca municipal, retomé mis clases de yoga y empecé a salir con amigas nuevas del grupo parroquial.

Un domingo, después de misa, mi abuela Carmen me abrazó fuerte.—Estoy orgullosa de ti, hija. Has elegido el camino más difícil: el del perdón.

Sonreí por primera vez en mucho tiempo.—No lo he hecho sola, abuela. Dios me ha dado fuerzas cuando yo no tenía ninguna.

Hoy miro atrás y veo a una Marta distinta: más fuerte, más serena y menos ingenua. Tomás y yo mantenemos una relación cordial por nuestro hijo; Lucía se marchó del barrio y no he vuelto a verla. A veces aún duele recordar lo que pasó, pero ya no siento odio ni rencor.

Me pregunto si todos seríamos capaces de perdonar una traición así… ¿O es el perdón solo para los valientes? ¿Vosotros qué haríais en mi lugar?