El eco de las paredes nuevas

—¡No pienso irme! ¡No me podéis obligar!— retumbó la voz de Lucía por toda la casa, rebotando entre las paredes recién pintadas. Me quedé paralizada en el umbral del salón, con las manos llenas de polvo y el corazón encogido. Habíamos pasado meses levantando esa casa desde sus ruinas, mi marido Fernando y yo, soñando con un nuevo comienzo lejos del ruido de Madrid. Pero en ese instante supe que nada sería tan sencillo como colgar cortinas nuevas.

Lucía tenía dieciséis años y una mirada capaz de atravesar el alma. Había soportado la mudanza a regañadientes, pero nunca imaginé que llegaría a encerrarse en su habitación, negándose a salir ni siquiera para cenar. Fernando intentaba restarle importancia: “Es la edad, Carmen. Ya se le pasará”. Pero yo veía en los ojos de mi hija algo más profundo, una tristeza que no se curaba con promesas de excursiones al embalse o tardes de películas en el salón.

La casa estaba casi lista: las baldosas del baño brillaban, la cocina olía a madera nueva y el jardín, aunque aún lleno de escombros, prometía tardes de verano bajo la parra. Pero cada rincón parecía más vacío desde aquel grito. Me senté en el suelo del pasillo, apoyando la cabeza en las rodillas, preguntándome si habíamos cometido un error.

Esa noche, mientras Fernando dormía, bajé a la cocina y encontré a Lucía sentada a oscuras, abrazada a su móvil. Susurraba algo entre lágrimas. Me acerqué despacio y me senté a su lado.

—¿Quieres hablar?— pregunté con voz suave.

Ella negó con la cabeza, pero no se apartó cuando le puse una mano en el hombro.

—No entiendo por qué tenemos que irnos —susurró al fin—. Aquí no tengo nada. Mis amigas están en Madrid. El instituto… todo.

Sentí una punzada de culpa. Habíamos tomado la decisión pensando en lo mejor para todos, pero ¿realmente habíamos escuchado lo que Lucía necesitaba?

Los días siguientes fueron una sucesión de silencios incómodos y discusiones veladas. Fernando se volcó en terminar los últimos detalles: colgó lámparas, arregló enchufes, plantó rosales junto al porche. Yo intentaba mantenerme ocupada, pero cada vez que veía a Lucía encerrada en su mundo sentía que la distancia entre nosotras crecía.

Una tarde, mientras limpiaba el polvo del salón, escuché voces en el jardín. Me asomé y vi a Lucía hablando con una chica de su edad. Era Marta, la hija del panadero del pueblo. Reían tímidamente, compartiendo auriculares y secretos adolescentes. Por un momento sentí alivio, pero esa noche Lucía volvió a encerrarse en su habitación.

—¿Por qué no te abres un poco?— le pregunté durante la cena.

—¿Para qué? Aquí todo es pequeño, aburrido… No hay ni cine —respondió sin mirarme.

Fernando intentó mediar:

—Hay cosas buenas aquí también. El aire es limpio, puedes ir andando al cole…

—¡No quiero aire limpio! ¡Quiero mi vida de antes!— gritó Lucía antes de salir corriendo.

Esa noche discutimos Fernando y yo. Él decía que era cuestión de tiempo; yo temía que estábamos perdiendo a nuestra hija poco a poco.

Pasaron semanas. La mudanza se completó entre lágrimas y cajas sin abrir. Yo intentaba mantener la esperanza: organizaba cenas con los vecinos, invitaba a Marta a casa, buscaba actividades para Lucía. Pero ella seguía distante.

Un sábado por la mañana encontré una carta en mi almohada. Era de Lucía:

“Mamá, papá: No quiero haceros daño, pero siento que aquí me ahogo. No soy feliz. No sé cómo decíroslo sin que penséis que soy una desagradecida. Solo quiero volver a sentirme yo misma.”

Me derrumbé. Lloré hasta quedarme sin fuerzas. Fernando me abrazó en silencio. Por primera vez dudamos de nuestra decisión.

Esa tarde salí a caminar por el campo. El sol caía sobre los trigales y el aire olía a tierra mojada. Pensé en mi infancia en un pueblo parecido, en cómo había soñado con escapar a la ciudad… ¿Estaba repitiendo con Lucía mis propios errores?

Al volver a casa la encontré sentada en el porche con Marta y dos chicos más del instituto. Reían y hablaban de música, de series… Por primera vez vi un destello de alegría en sus ojos.

Esa noche cenamos juntos sin discusiones. Lucía habló de sus nuevos amigos, de un grupo de teatro amateur que querían formar en el centro cultural del pueblo. Fernando y yo nos miramos aliviados, pero sabíamos que el camino sería largo.

Poco a poco Lucía fue abriéndose al pueblo: ayudó en las fiestas patronales, participó en una carrera solidaria, incluso empezó a tocar la guitarra con Marta en la plaza los domingos. Pero aún había días grises; aún lloraba por las noches o se encerraba horas escuchando música.

Un día me atreví a preguntarle:

—¿Crees que algún día te gustará vivir aquí?

Me miró largo rato antes de responder:

—No lo sé, mamá. Pero al menos ahora siento que puedo intentarlo.

A veces pienso en todo lo que dejamos atrás: amigos, rutinas, sueños urbanos… Y me pregunto si realmente se puede empezar de cero sin romper algo por dentro.

¿Hasta dónde debemos llegar los padres para buscar lo mejor para nuestros hijos? ¿Y si lo mejor para ellos no es lo mismo que para nosotros? ¿Alguna vez habéis sentido ese miedo de perderlos por querer protegerlos demasiado?