El eco de los relojes: una historia de familia y secretos en el sur
—¿Por qué sigues viniendo aquí, Ignacio? —La voz de mi madre, Mercedes, retumbó en la acera mojada, justo detrás de mí. No me giré de inmediato. El frío de noviembre se colaba por el cuello de mi abrigo mientras observaba los relojes antiguos en la vitrina del anticuario de don Ernesto. Las manecillas, quietas y oxidadas, parecían señalarme una verdad que no quería aceptar.
—No lo sé, mamá. Tal vez porque aquí todo parece detenido, como si el tiempo no pudiera hacer más daño —respondí al fin, sin apartar la mirada del reloj de bolsillo que tanto me recordaba a mi abuelo Julián.
Mi madre suspiró, cansada. Su silueta se reflejaba junto a la mía en el vidrio empañado. En ese instante, sentí que el pasado nos observaba desde algún rincón oscuro del pueblo. Tarnuevo era pequeño, pero sus secretos eran tan profundos como el río que lo atravesaba.
—Ignacio, tienes que dejarlo ir —insistió ella, con esa voz quebrada que usaba cuando hablábamos de él.
Pero ¿cómo dejar ir a alguien que nunca se fue del todo? Mi abuelo Julián había desaparecido una noche lluviosa hace veinte años. Nadie supo nunca si se fue por voluntad propia o si algo terrible le ocurrió. Desde entonces, mi familia se volvió un rompecabezas incompleto.
Esa noche, mientras caminábamos de regreso a casa por las calles empedradas y cubiertas de hojas húmedas, sentí el peso de la historia familiar sobre mis hombros. Mi padre, don Ricardo, nos esperaba en la mesa con su silencio habitual y la radio encendida con boleros tristes. Mi hermana menor, Lucía, apenas levantó la vista del celular.
—¿Otra vez con lo del abuelo? —bufó Lucía—. Ya supérenlo.
Mi madre le lanzó una mirada fulminante. Yo preferí callar. ¿Cómo explicarle a Lucía que para mí el abuelo era más que un recuerdo? Era una herida abierta, una pregunta sin respuesta.
Esa noche no pude dormir. El tic-tac imaginario de los relojes del anticuario resonaba en mi cabeza. Me levanté y bajé al pequeño taller donde mi abuelo solía arreglar relojes y radios viejas. Todo seguía igual: las herramientas alineadas con precisión obsesiva, los engranajes en cajitas etiquetadas con su letra temblorosa.
Me senté frente a la mesa y abrí el cajón más profundo. Allí estaba: el diario de Julián. Lo había encontrado semanas atrás pero no me atrevía a leerlo. Ahora mis manos temblaban al pasar las páginas amarillentas.
«Noviembre 1999. Hoy sentí que alguien me seguía camino al río… Mercedes discutió otra vez con Ricardo. No sé cuánto más podré soportar este silencio en casa…»
Las palabras me helaron la sangre. ¿Quién seguía a mi abuelo? ¿Por qué hablaba de soportar el silencio? Seguí leyendo hasta que el sueño me venció sobre el cuaderno abierto.
Al día siguiente, busqué a don Ernesto en el anticuario. Él había sido amigo cercano de Julián.
—Don Ernesto, ¿usted recuerda algo raro antes de que mi abuelo desapareciera?
El viejo levantó la vista de un reloj desarmado y me miró con sus ojos grises.
—Ignacio, hay cosas que es mejor dejar enterradas —dijo con voz grave—. Pero si insistes… Ven esta noche después del cierre.
Esa tarde pasó lenta y pesada. Mi madre me miraba inquieta; mi padre ni siquiera preguntó adónde iba cuando salí después de cenar. Caminé bajo la llovizna hasta el anticuario, donde don Ernesto me esperaba con una botella de caña y dos vasos.
—Tu abuelo era buen hombre —empezó—, pero tenía enemigos. Gente del pueblo que nunca le perdonó haber denunciado a los caciques cuando intentaron quedarse con las tierras comunales.
Me quedé helado. Sabía que Julián era terco y justo, pero nunca imaginé que estuviera en peligro por eso.
—¿Cree que lo mataron?
Don Ernesto bajó la mirada.
—No lo sé, hijo. Pero esa noche vi a tu padre salir furioso detrás de Julián después de una discusión fuerte… Nunca quise meterme más.
Sentí un nudo en el estómago. ¿Mi padre? ¿Qué había pasado realmente esa noche?
Regresé a casa confundido y asustado. Entré al taller y busqué más pistas en el diario. Encontré una hoja suelta:
«Si algo me pasa, busquen en el reloj grande del taller».
Corrí hacia el viejo reloj de pie que siempre estuvo en la esquina. Lo abrí con manos temblorosas y encontré un sobre amarillento con fotos: Julián junto a líderes campesinos, documentos firmados por caciques locales y una carta dirigida a mí:
«Ignacio: Si lees esto es porque ya no estoy. No permitas que el miedo te robe la verdad ni que el silencio destruya nuestra familia».
Las lágrimas me nublaron la vista. Subí corriendo al comedor donde mis padres veían televisión en silencio.
—¡Papá! ¡Explícame qué pasó esa noche! —grité sin poder contenerme.
Mi padre palideció. Mi madre intentó detenerme pero yo insistí:
—¡Dímelo! ¿Por qué saliste detrás del abuelo?
Don Ricardo tembló antes de hablar:
—Discutimos porque él quería denunciar a los caciques otra vez… Yo tenía miedo por ustedes, por todos nosotros… Le rogué que no lo hiciera, pero él no escuchó… Salí tras él para convencerlo… Cuando llegué al río ya no estaba… Solo encontré su gorra flotando…
El silencio fue absoluto. Mi madre lloraba en silencio; Lucía se tapó los oídos.
—¿Y nunca dijiste nada?
—Tenía miedo —susurró mi padre—. Miedo de perderlos a todos.
Me senté junto a él y lloramos juntos por primera vez en años.
Esa noche entendí que el tiempo no cura nada si uno no enfrenta la verdad. El eco de los relojes seguía ahí, recordándonos que cada segundo cuenta para reconciliarnos con nuestro pasado.
Hoy sigo buscando respuestas y luchando por limpiar el nombre de mi abuelo. Pero también aprendí que el silencio es tan peligroso como la mentira.
¿Hasta cuándo vamos a dejar que el miedo decida nuestro destino? ¿Cuántas familias más guardan secretos por temor a perder lo poco que les queda?