El eco de los sacos de patatas
—¿Por qué siempre os lleváis los sacos de patatas y me dejáis aquí sola? —La voz de mi madre retumbó en la cocina, tan fría como el mármol de la encimera. Yo tenía catorce años y ya había escuchado esa frase demasiadas veces. Mi hermana pequeña, Lucía, se escondía detrás de la puerta, con los ojos abiertos como platos, mientras yo intentaba no llorar.
—Mamá, no hemos venido a por patatas. Venimos a verte —le respondí, con la voz temblorosa, mientras intentaba acercarme a ella. Pero su mirada estaba perdida, como si buscara algo en el aire, algo que sólo ella podía ver.
Mi madre había sido maestra en la escuela del pueblo. Todos la respetaban: era la que organizaba las fiestas de San Isidro, la que ayudaba a los vecinos con las cartas del ayuntamiento, la que me enseñó a leer antes de cumplir los cinco años. Pero desde hacía unos meses, algo había cambiado. Se le olvidaban las cosas más sencillas: el nombre de Lucía, dónde había dejado las llaves, si había comido o no. Y luego estaban esas frases extrañas, como si reviviera una escena que sólo existía en su cabeza.
Mi padre trabajaba en una obra en Madrid y sólo venía los fines de semana. Cuando llegaba, intentaba hacer como si nada pasara. «Son cosas de la edad», decía mientras se servía un vaso de vino y encendía un cigarro en el porche. Pero yo sabía que no era sólo eso. Había noches en las que escuchaba a mi madre llorar en su habitación, murmurando nombres que no reconocía.
Una tarde, después de recoger a Lucía del colegio, encontré a mi madre sentada en el suelo de la cocina, rodeada de sacos de patatas vacíos. Los había sacado todos del trastero y los había alineado como si fueran soldados en formación.
—¿Qué haces, mamá? —pregunté, intentando sonar tranquila.
—Se los llevan todos. Siempre vienen y se los llevan —susurró—. Y yo me quedo sola.
Me arrodillé a su lado y le cogí la mano. Estaba fría y temblorosa.
—No te vamos a dejar sola, mamá. Estoy aquí —le dije, aunque ni yo misma me lo creía.
Esa noche llamé a mi tía Carmen. Ella vivía en Valladolid y siempre había sido el pilar de la familia cuando las cosas se torcían.
—No puedes seguir así, hija —me dijo por teléfono—. Tu madre necesita ayuda profesional. Y tú eres sólo una niña.
Pero yo no podía dejarla. ¿Quién iba a cuidar de Lucía? ¿Quién iba a asegurarse de que mi madre comiera algo más que pan duro y café frío?
Los días se convirtieron en una rutina agotadora: levantarme antes del amanecer para preparar el desayuno, llevar a Lucía al colegio, limpiar la casa, vigilar que mi madre no saliera sola al campo. A veces me sentía como si estuviera atrapada en un bucle sin salida.
Una mañana, mientras fregaba los platos, escuché un golpe seco en el patio. Salí corriendo y encontré a mi madre tirada en el suelo, con la pierna torcida en un ángulo imposible. Llamé a una ambulancia mientras Lucía lloraba desconsolada.
En el hospital de Zamora nos dijeron lo que yo ya temía: mi madre tenía principios de demencia. «No es raro en personas que han sufrido mucho estrés», explicó el médico con voz neutra. «Pero va a necesitar cuidados constantes».
Mi padre no tardó en buscar excusas para no volver al pueblo. «No puedo dejar el trabajo ahora», repetía por teléfono. «La cosa está muy mal».
Así que me convertí en madre antes de tiempo: madre de mi hermana pequeña y madre de mi propia madre. Aprendí a administrar pastillas, a calmar ataques de pánico, a inventar historias para tranquilizar a Lucía cuando preguntaba por qué mamá ya no recordaba su cumpleaños.
El pueblo empezó a murmurar. «Pobre chica», decían las vecinas cuando me veían pasar con las bolsas del supermercado. «Eso le pasa por ser tan lista y querer hacerlo todo sola».
Una tarde de otoño, mientras recogía hojas secas del patio, mi madre se acercó a mí con una lucidez inesperada.
—¿Tú crees que esto es justo? —me preguntó—. Que una hija tenga que cuidar así de su madre.
No supe qué contestar. Me limité a abrazarla fuerte, sintiendo cómo su cuerpo temblaba entre mis brazos.
A veces sueño con irme lejos, estudiar en Salamanca como siempre quise, empezar una vida nueva donde nadie me conozca ni me mire con lástima. Pero luego veo a Lucía dormida abrazada a su peluche y sé que no puedo abandonarlas.
Hoy he vuelto a escuchar esa frase: «Os lleváis los sacos de patatas y me dejáis sola». Y he sentido una rabia inmensa contra el mundo, contra mi padre ausente, contra la enfermedad que nos ha robado a mi madre mucho antes de tiempo.
¿Hasta cuándo podré seguir así? ¿Cuántas niñas como yo hay en los pueblos de España cargando con un peso que no les corresponde? ¿De verdad alguien escucha cuando gritamos en silencio?