El eco de los tacones en el andén
—¿Por qué te empeñas en esos tacones, mamá? —me preguntó Valeria esta mañana, mientras yo luchaba por abrocharme la correa del zapato derecho. Su voz tenía ese tono entre burla y preocupación que sólo una hija adolescente puede lograr.
No le respondí. Salí de casa con el eco de sus palabras rebotando en mi cabeza, igual que el golpeteo de mis tacones en el andén del metro de la Línea 3. Me senté junto a la ventana, dejando que el vidrio frío absorbiera parte del cansancio que sentía en los huesos. Miré mi reflejo en la oscuridad de la ventanilla: maquillaje impecable, labios rojos, ojeras apenas disimuladas. «En cualquier edad, una mujer debe verse como mujer», me repetí, como lo hacía mi madre cada mañana mientras se peinaba frente al espejo de nuestro departamento en Iztapalapa.
Pero hoy, mientras el tren avanzaba entre estaciones y desconocidos, sentí que esa frase pesaba más que nunca. ¿A quién le importa cómo me veo? ¿A mí? ¿A Valeria? ¿A mi exesposo, que hace años se fue con una mujer más joven y nunca volvió a preguntar por nosotras?
El vagón se llenó en Centro Médico. Una señora con bolsas del mercado se sentó a mi lado y me sonrió con complicidad. «Qué bonitos zapatos, hija. Pero se ven incómodos», murmuró. Le devolví la sonrisa, aunque por dentro sentí ganas de llorar. No era sólo el dolor físico; era el peso de tantas expectativas, de tantas renuncias.
Recordé la primera vez que usé tacones: tenía quince años y mi mamá me llevó al mercado de La Merced para comprar unos baratos pero brillantes. «Así te verás como toda una señorita», dijo orgullosa. Yo sólo quería bailar cumbia en la fiesta de mi prima sin tropezarme.
Ahora, a mis cuarenta y dos años, sigo tropezando, pero con otras cosas: las cuentas sin pagar, las discusiones con Valeria sobre su ropa o sus salidas, los silencios incómodos con mi madre cuando le pido ayuda para cuidar a mi hija porque tengo que trabajar doble turno en la panadería.
El tren frenó bruscamente y casi pierdo el equilibrio. Un joven me ofreció su mano para estabilizarme. «¿Está bien, señora?» Me dolió ese «señora», aunque sé que es lo que soy. Asentí y agradecí en voz baja.
Pensé en mi hermana menor, Mariana, que vive en Monterrey y siempre me dice por teléfono: «Tú eres fuerte, Alicia. Siempre lo has sido». Pero a veces siento que esa fortaleza es sólo una máscara más, como el maquillaje que cubre mis cicatrices.
La señora del mercado bajó en Zapata y me quedé sola con mis pensamientos. Saqué el celular y vi un mensaje de Valeria: «Mamá, ¿puedo salir con Diego después de la escuela?» Dudé antes de responder. Diego es un buen chico, pero tiene dieciséis años y yo sé lo que pasa en las fiestas de esa edad. Recordé cuando tenía su edad y mi mamá no me dejaba salir ni a la esquina. ¿Estoy repitiendo su historia?
«Sí, pero regresa antes de las nueve», escribí finalmente. Sentí una punzada de miedo y orgullo al mismo tiempo.
El tren llegó a Hidalgo y vi entrar a una pareja discutiendo acaloradamente. La mujer lloraba y el hombre gesticulaba furioso. Nadie intervenía; todos fingían no ver. Me vi reflejada en ella: hace años, cuando Rogelio aún vivía con nosotras y las peleas eran diarias. Gritos ahogados por las paredes del departamento, promesas rotas y la sensación constante de estar fallando como esposa y madre.
Un día Rogelio se fue sin mirar atrás. Al principio sentí alivio, luego miedo y finalmente rabia. ¿Por qué nos dejó? ¿Por qué nunca fui suficiente? Mi madre sólo dijo: «Así son los hombres, hija. Mejor sola que mal acompañada». Pero yo quería creer que podía cambiarlo todo: a él, a mí misma, a nuestra historia.
El tren se detuvo otra vez y subió un grupo de músicos callejeros. Tocaron «La Llorona» con guitarras desafinadas y voces roncas. Cerré los ojos y dejé que la música me envolviera. Pensé en todas las veces que he llorado en silencio mientras lavo los platos o barro el piso de la panadería después del cierre.
—¿Por qué sigues usando esos tacones si te lastiman? —me preguntó una vez mi amiga Lucía mientras tomábamos café en su casa de Coyoacán.
—Porque me recuerdan quién soy —le respondí sin pensar demasiado.
Pero hoy no estoy tan segura. ¿Quién soy realmente? ¿La mujer fuerte e independiente que todos ven? ¿La madre sobreprotectora? ¿La hija obediente?
El tren llegó a Balderas y tuve que bajarme entre empujones y prisas ajenas. Caminé por el pasillo largo hacia la salida, sintiendo cómo los tacones resonaban en el piso como un recordatorio constante de mis elecciones.
Al salir a la calle, el sol me cegó por un instante. Respiré hondo y sentí el aire caliente llenando mis pulmones. Vi a una niña pequeña tomada de la mano de su madre; ambas reían mientras esquivaban los charcos del último aguacero.
Pensé en Valeria cuando era niña: cómo corría hacia mí al salir del kínder, cómo me abrazaba fuerte cuando tenía miedo a la oscuridad. Ahora apenas me mira cuando llego tarde del trabajo.
Caminé hacia la panadería donde trabajo desde hace seis años. Don Ernesto me saludó desde el mostrador:
—¡Alicia! Llegaste justo a tiempo para sacar las conchas del horno.
Me puse el delantal y sentí el alivio familiar del olor a pan recién hecho. Por unas horas puedo olvidar mis preocupaciones entre harina y azúcar.
Pero al final del día, cuando regreso a casa y me quito los tacones frente al espejo agrietado del baño, vuelven las preguntas: ¿Vale la pena tanto esfuerzo por mantener una imagen? ¿Cuándo podré ser yo misma sin miedo al qué dirán?
Esta noche, mientras Valeria duerme y yo escribo estas líneas sentada en la cama, pienso en todas las mujeres que conozco: mi madre, mi hermana, Lucía… Todas cargamos historias parecidas, heridas invisibles bajo capas de maquillaje o detrás de sonrisas forzadas.
¿Hasta cuándo vamos a seguir fingiendo? ¿Cuándo aprenderemos a caminar descalzas por la vida sin miedo ni vergüenza?
Quizá mañana deje los tacones guardados en el clóset… O quizá no. Pero al menos hoy me atrevo a preguntar: ¿Quién decide lo que significa ser mujer en este país? ¿Nosotras… o los demás?