El eco de su voz en la casa vacía

—¡No me entiendes, mamá! ¡Nunca lo haces!— grité, cerrando la puerta de mi habitación con tanta fuerza que el marco tembló. Afuera, la lluvia golpeaba los cristales del piso en Vallecas, y el eco de mi voz aún flotaba en el pasillo. Mi madre, Carmen, no respondió. Solo escuché el suspiro cansado de quien ya ha luchado demasiadas batallas.

Esa fue la última vez que hablé con ella.

A la mañana siguiente, la llamada del hospital me despertó. Mi padre, Antonio, apenas podía articular palabra: “Ha habido un accidente… tu madre…”. El resto se perdió en un zumbido sordo. Recuerdo correr bajo la lluvia, el asfalto mojado reflejando las luces azules de la ambulancia, el olor a café frío en la sala de espera. Recuerdo las manos de mi hermana Lucía apretando las mías hasta hacerme daño. Pero sobre todo, recuerdo el silencio. Un silencio tan denso que aún hoy me ahoga.

El funeral fue un desfile de rostros conocidos y frases hechas: “Era una gran mujer”, “Ahora descansa en paz”, “Tienes que ser fuerte”. Nadie sabía que yo llevaba una losa invisible sobre los hombros: la culpa. ¿Por qué discutí con ella? ¿Por qué no le dije que la quería? ¿Por qué no fui capaz de entenderla?

Las semanas siguientes fueron un torbellino de gestos automáticos: preparar la comida para mi padre, recoger a Lucía del instituto, contestar mensajes de pésame que no sabía cómo agradecer. La casa olía a ausencia. El sillón donde mi madre veía las noticias seguía hundido por su peso, su bata colgada tras la puerta del baño, su taza favorita sin lavar en el fregadero. Cada objeto era una herida abierta.

Una tarde, mientras intentaba estudiar para los exámenes de la universidad, escuché la voz de mi madre en mi cabeza: “No te encierres, hijo. Habla conmigo”. Cerré los ojos y lloré como no lo hacía desde niño. Me sentía perdido, incapaz de perdonarme. Empecé a evitar a mis amigos; no soportaba sus miradas de lástima ni sus intentos torpes de animarme. Mi padre se refugiaba en el trabajo y Lucía se encerraba en su mundo adolescente, escuchando música a todo volumen para no oír el silencio.

Un día, encontré a Lucía llorando en el baño. Me miró con los ojos rojos y me dijo: “¿Por qué mamá tuvo que irse justo después de pelear contigo? Ahora todo está roto”. No supe qué responderle. Me sentí responsable no solo de mi dolor, sino también del suyo.

Las discusiones familiares se hicieron más frecuentes. Mi padre empezó a beber más de la cuenta; una noche llegó tambaleándose y rompió una foto de boda que estaba en el salón. “¡Si no hubieras gritado así, Carmen no habría salido tan alterada esa mañana!”, me gritó entre sollozos. Sentí que me partía en dos.

Busqué ayuda en foros online, leí artículos sobre el duelo y la culpa, pero nada me consolaba. Una tarde, mi amiga Marta me llevó a dar un paseo por El Retiro. Caminamos en silencio hasta que ella se detuvo y me miró fijamente:

—¿De verdad crees que tu madre querría verte así? ¿Crees que ella te culpa?

No supe qué decirle. Solo pude encogerme de hombros.

Esa noche soñé con mi madre. Estábamos en la cocina preparando croquetas, como hacíamos los domingos. Ella sonreía y me decía: “La vida sigue, hijo. No te quedes atrapado aquí”. Me desperté empapado en lágrimas, pero por primera vez sentí algo parecido a la paz.

Decidí escribirle una carta. Le pedí perdón por mis palabras, por mi orgullo, por no haber sabido escucharla. Le conté cuánto la echaba de menos y cuánto deseaba poder abrazarla una vez más. Dejé la carta bajo su almohada y sentí que algo dentro de mí se aflojaba.

Poco a poco empecé a hablar más con Lucía y mi padre. Nos obligamos a cenar juntos al menos una vez por semana, aunque al principio solo habláramos del tiempo o del fútbol. Un día mi padre me abrazó torpemente y me susurró: “No es tu culpa”. Lloramos juntos por primera vez desde el funeral.

A veces todavía me despierto esperando oír la voz de mi madre llamándome para desayunar. A veces la culpa vuelve y me aprieta el pecho como una garra. Pero he aprendido que el perdón empieza por uno mismo, aunque cueste aceptarlo.

Ahora miro a mi familia rota y pienso: ¿Cuántas veces dejamos que el orgullo o el miedo nos separen de quienes amamos? ¿Cuántas palabras no dichas pesan más que cualquier discusión?

¿Y vosotros? ¿Habéis sentido alguna vez esa culpa que parece no tener fin? ¿Cómo habéis encontrado el perdón?