El eco de un cumpleaños olvidado
—¿De verdad nadie va a llamar hoy? —me pregunté en voz alta, mirando el móvil sobre la mesa del salón, como si pudiera responderme. El reloj marcaba las once y media de la mañana y, salvo un mensaje automático del banco, mi cumpleaños era un secreto guardado entre las paredes de este piso en Chamberí. Hace años, el timbre no paraba de sonar, los mensajes se amontonaban y las risas llenaban el aire. Hoy, solo el eco de mi propia voz me acompaña.
Recuerdo cuando era la reina de las reuniones. Mi casa era punto de encuentro para todos: amigos del instituto, compañeros del trabajo en la editorial, vecinos del bloque… Hasta mi madre, Carmen, venía con su tortilla de patatas y su eterna crítica: “Marina, ¿no podrías limpiar un poco antes de que lleguen todos?” Pero yo me reía. Me encantaba ver a la gente feliz, sentirme el centro de ese pequeño universo.
—¿Te acuerdas de aquel cumpleaños en que bailamos sevillanas hasta las tres? —me dijo una vez Lucía, mi mejor amiga desde la universidad.
—Claro que sí —le respondí—. Y cómo olvidarlo si acabamos todos en la fuente de la plaza Mayor mojándonos los pies.
Pero todo eso parece tan lejano ahora. ¿En qué momento cambiaron las cosas? Quizá fue cuando empecé a decir que no a las cenas porque estaba cansada. O cuando me obsesioné con el trabajo y dejé de llamar a Lucía para preguntarle cómo estaba su madre enferma. O tal vez fue esa discusión con mi hermano Álvaro por la herencia del piso de mis abuelos. Desde entonces, ni siquiera en Navidad nos hemos visto.
El año pasado aún vinieron dos amigas a tomar café. Este año, ni eso. Me siento como una sombra en mi propia vida. Abro Instagram y veo las historias de todos: Marta en una terraza con sus hijos, Lucía corriendo por El Retiro con su nuevo grupo de amigas, incluso mi exjefe celebrando su jubilación rodeado de gente. ¿Dónde estoy yo en todo eso?
Me levanto y miro por la ventana. Madrid sigue viva ahí fuera: los niños corren al colegio, los abuelos juegan a las cartas en el banco de siempre, los camareros preparan las mesas para el menú del día. Pero aquí dentro solo hay silencio y recuerdos.
Pienso en llamar a mi madre, pero sé que me dirá lo mismo de siempre: “Marina, hija, si no cuidas a la gente, la gente se va”. Y tiene razón. Me acuerdo de cuando le colgué el teléfono enfadada porque no entendía mi estrés laboral. O cuando cancelé la cena familiar porque tenía una reunión importante. Ahora esa reunión ni siquiera la recuerdo, pero sí recuerdo su voz decepcionada.
El móvil vibra. Un mensaje: “Feliz cumple, Marina. Espero que pases un buen día”. Es de Laura, una compañera del trabajo con la que apenas hablo desde que me cambiaron de departamento. Le respondo con un emoji y un “gracias”, pero sé que no habrá más conversación.
Me siento en el sofá y repaso mentalmente los últimos años. ¿Cuándo fue la última vez que llamé yo primero? Siempre esperaba que los demás dieran el paso, como si fuera un derecho adquirido por los años compartidos. Pero la vida no funciona así.
De repente, suena el timbre. Me sobresalto. ¿Será una sorpresa? ¿Alguien se ha acordado? Corro a abrir y me encuentro con Doña Pilar, la vecina del tercero.
—Perdona que moleste, Marina —dice con su voz temblorosa—. ¿Tienes un poco de sal? Se me ha acabado y estoy haciendo lentejas.
Le sonrío y le doy el bote entero.
—Gracias, hija. Y… feliz cumpleaños —añade bajito—. Te he oído hablar por teléfono esta mañana.
Cierro la puerta y me apoyo contra ella. Hasta Doña Pilar se ha acordado antes que mis amigos.
Decido salir a la calle. Camino sin rumbo por Fuencarral, entre turistas y madrileños apresurados. Paso por delante del bar donde solíamos quedar los viernes después del trabajo. Dentro está Raúl, uno de mis antiguos compañeros. Me ve desde la ventana y levanta la mano tímidamente. Le sonrío y sigo andando.
Me siento en un banco del parque y veo a una madre jugando con su hija pequeña. La niña se cae y rompe a llorar; la madre la abraza y le susurra algo al oído hasta que se calma. Me doy cuenta de cuánto echo de menos ese calor humano, esa sensación de pertenecer a algo o a alguien.
Saco el móvil y busco el número de Lucía. Dudo unos segundos antes de pulsar llamar. Suena varias veces antes de que descuelgue.
—¿Marina? ¡Cuánto tiempo! —su voz suena sorprendida pero cálida.
—Hola, Lucía… Perdona que te llame así sin avisar. Solo quería… bueno, hoy es mi cumpleaños y…
—¡Ay, tía! ¡Felicidades! Perdona, lo tenía apuntado pero con el lío del trabajo… ¿Estás bien?
Me cuesta responderle; siento un nudo en la garganta.
—No mucho —confieso—. Echo de menos aquellos tiempos… Echo de menos tenerte cerca.
Hay un silencio al otro lado.
—Yo también te echo de menos —dice al fin—. ¿Te apetece que nos veamos esta tarde? Tomamos algo y hablamos como antes.
Asiento aunque sé que no puede verme.
—Me encantaría.
Cuelgo y respiro hondo. Quizá no todo esté perdido aún. Quizá solo haga falta dar el primer paso para recuperar lo que creía perdido.
Al volver a casa me miro al espejo y me pregunto: ¿Cuántas veces dejamos pasar las oportunidades por orgullo o miedo? ¿Cuántos silencios hemos dejado crecer hasta convertirlos en muros? Hoy he aprendido que nunca es tarde para volver a llamar.