El eco de un llanto: Cuando la maternidad no es como la soñé

—¿Por qué no deja de llorar, Lucía? —La voz de mi madre retumbó en la cocina mientras yo, sentada en el suelo del baño, intentaba acallar el llanto de mi hija con un arrullo desesperado. Eran las tres de la madrugada y el eco de su llanto rebotaba en las paredes del piso de Lavapiés, haciéndome sentir más sola que nunca.

Nunca imaginé que la maternidad sería así. Siempre pensé que sería como en las películas: una madre radiante, un bebé dormilón y una familia feliz. Pero desde que Martina nació, hace apenas dos semanas, mi mundo se ha convertido en una sucesión de noches en vela, discusiones con mi pareja y miradas de reproche de mi propia madre.

—No lo estás haciendo bien, hija —me dijo ella una tarde, mientras yo intentaba darle el pecho a Martina y las lágrimas me caían sin querer. —En mis tiempos, los niños no lloraban tanto. Algo estarás haciendo mal.

Mi pareja, Sergio, tampoco ayudaba mucho. Él volvía tarde del trabajo, cansado y con pocas ganas de escuchar mis quejas. —Lucía, tienes que relajarte. Todas las madres pasan por esto —me decía mientras se servía una cerveza y encendía la tele para ver el partido del Atlético.

Pero yo no podía relajarme. Cada vez que Martina lloraba, sentía que fallaba como madre. Cada vez que mi madre me corregía o Sergio me ignoraba, sentía que me hundía un poco más. Y lo peor era esa sensación de culpa constante: ¿y si no quería a mi hija tanto como debería? ¿Y si no estaba hecha para esto?

Una tarde, después de una discusión especialmente dura con Sergio —me había acusado de exagerar y de ser una «blandengue»— salí al balcón y miré la ciudad. Madrid seguía su ritmo frenético mientras yo sentía que el mío se detenía. Pensé en todas esas madres perfectas de Instagram, en las amigas que me decían lo maravilloso que era ser madre, en los consejos no pedidos de mi suegra: «Dale biberón, así dormirá más»; «No la cojas tanto en brazos, se va a malacostumbrar».

Me sentía atrapada entre opiniones ajenas y expectativas imposibles. Mi hermana Carmen vino a verme una tarde y me encontró llorando en la cocina. —Lucía, ¿has pensado en pedir ayuda? —me preguntó con suavidad. —No tienes por qué hacerlo todo sola.

Pero pedir ayuda era admitir que no podía con todo. Y en España, donde la familia lo es todo y las madres deben ser fuertes y sacrificadas, eso era casi un pecado.

Una noche, Martina no dejaba de llorar y yo ya no tenía fuerzas ni para sostenerla. Me senté en el suelo y empecé a llorar con ella. Sergio entró en la habitación y me miró con una mezcla de miedo y desconcierto.

—¿Qué te pasa? —me preguntó.

—No puedo más —le susurré—. No soy la madre que Martina necesita.

Por primera vez, vi a Sergio sin respuestas. Se sentó a mi lado y me abrazó. No dijo nada, pero ese silencio fue el primer gesto de comprensión que recibí desde que Martina nació.

Al día siguiente, fui al centro de salud y hablé con la matrona. Le conté todo: el cansancio, la culpa, el miedo a no querer a mi hija como debería. Ella me escuchó sin juzgarme y me habló de la depresión posparto. Me recomendó un grupo de apoyo para madres recientes en el barrio.

Allí conocí a otras mujeres como yo: Ana, que tenía gemelos y apenas dormía; Pilar, que había dejado su trabajo para cuidar a su hijo y se sentía invisible; Marta, cuya pareja se había ido porque «no soportaba los cambios». Por primera vez, no me sentí sola.

Poco a poco, empecé a hablar más con Sergio. Le pedí que se implicara más: cambiar pañales, dar algún biberón por la noche, escucharme sin juzgarme. No fue fácil; discutimos mucho. Mi madre seguía opinando sobre todo, pero aprendí a poner límites: «Mamá, gracias por tu ayuda, pero necesito hacerlo a mi manera».

Martina fue creciendo y yo también. Aprendí a aceptar mis errores y a perdonarme por no ser perfecta. Descubrí que la maternidad real está llena de dudas, miedos y contradicciones; que no hay una sola forma correcta de ser madre; que pedir ayuda no es un fracaso sino un acto de valentía.

Hoy Martina tiene tres años y corretea por el parque con otros niños mientras yo charlo con otras madres sobre guarderías públicas, listas de espera y los precios imposibles del alquiler en Madrid. A veces todavía siento miedo o culpa, pero ya no me avergüenzo de ello.

Me pregunto cuántas mujeres habrá ahora mismo llorando en silencio porque sienten que no llegan a todo; cuántas madres estarán luchando contra expectativas imposibles mientras el mundo les exige sonreír.

¿De verdad tenemos que ser perfectas para merecer ser madres? ¿Cuándo aprenderemos a apoyarnos unas a otras sin juzgar?