El eco de un llanto en Lavapiés
—¿Qué estás haciendo, Lucía? —me pregunté en voz baja, la garganta cerrada por el miedo y la vergüenza.
El aire de Madrid esa noche de noviembre era frío y húmedo, calando hasta los huesos. Las calles de Lavapiés, normalmente bulliciosas, estaban casi desiertas, salvo por algún borracho que canturreaba a lo lejos y el eco de mis propios pasos apresurados. Me detuve frente al contenedor azul, el corazón latiendo tan fuerte que pensé que se me iba a salir del pecho. En mis brazos, envuelto en una manta vieja del Rastro, dormía mi hijo, apenas unas horas de vida.
—No puedo hacerlo… no puedo… —susurré, pero mis manos temblorosas ya estaban bajando el cesto al suelo. El llanto del bebé rompió el silencio de la noche como un cuchillo. Miré a mi alrededor, esperando que alguien saliera a increparme, a detenerme, a salvarme de mí misma. Pero nadie apareció. Ni siquiera los gatos callejeros se atrevieron a acercarse.
Recordé la última discusión con mi madre, en la cocina de nuestro piso pequeño en Vallecas. “Lucía, ¿cómo vas a sacar adelante a un niño tú sola? Si apenas llegamos a fin de mes”, me había dicho, con esa mezcla de reproche y resignación tan típica de las madres españolas. Mi padre ni siquiera levantó la vista del televisor. Y el padre del niño… mejor ni hablar. Se largó en cuanto supo que estaba embarazada.
La soledad me había ido envolviendo poco a poco, como una bufanda demasiado apretada. Las amigas dejaron de llamarme, los vecinos murmuraban cuando pasaba. En el supermercado, la cajera me miraba con lástima cada vez que pagaba con las monedas justas. Y yo… yo solo quería desaparecer.
—Perdóname… —le dije al bebé, dejando un beso tembloroso en su frente diminuta. El olor a leche y sudor me llenó los sentidos y casi me hizo cambiar de idea. Pero el miedo pudo más. El miedo a no ser suficiente, a fallar como madre, como hija, como persona.
Me alejé corriendo, sin mirar atrás. Cada paso era una puñalada en el alma. Me metí en un portal oscuro y me dejé caer al suelo, abrazando las rodillas contra el pecho. Las lágrimas me quemaban la cara y el pecho me dolía tanto que pensé que iba a morirme allí mismo.
—¿Qué has hecho, Lucía? —me repetía una y otra vez, como un mantra cruel.
Pasaron los minutos —o quizá fueron horas— antes de que escuchara las sirenas de la policía y los gritos de una vecina: “¡Hay un bebé aquí! ¡Dios mío!” Cerré los ojos y recé por primera vez en años. Recé para que alguien lo encontrara antes de que fuera demasiado tarde. Recé para que tuviera una vida mejor que la mía.
Los días siguientes fueron un infierno. No podía dormir ni comer. Cada vez que escuchaba un llanto de bebé por la ventana sentía que se me partía el corazón. Mi madre intentó hablar conmigo, pero yo solo podía llorar y pedirle perdón sin decirle nunca la verdad.
En España se habla mucho de la familia, del apoyo incondicional, pero también hay mucho silencio y mucha vergüenza escondida detrás de las cortinas. Nadie quiere mirar de frente el dolor ajeno; preferimos barrerlo bajo la alfombra y seguir adelante como si nada hubiera pasado.
A veces pienso en mi hijo y me pregunto si algún día podré buscarlo, si podré explicarle lo que pasó aquella noche maldita. ¿Me entenderá? ¿Me odiará? ¿O simplemente será feliz con otra familia?
La vida sigue en Lavapiés: los bares llenos de risas, los niños jugando en la plaza, las abuelas cotilleando desde los balcones. Pero yo sigo atrapada en esa noche fría, escuchando el eco de un llanto que nunca podré olvidar.
¿Puede una madre perdonarse alguna vez por algo así? ¿O es este el precio que tengo que pagar para siempre?