El error que no se puede borrar

—¿Por qué llegas así, Valeria? ¿Qué te pasó? —La voz de mi mamá me atravesó como un rayo apenas crucé la puerta. Yo solo quería llegar a mi cuarto, cerrar la puerta y fingir que nada había pasado en el lago, pero su mirada, tan dura y tan llena de miedo, me detuvo en seco.

—Nada, mamá… solo estoy cansada —mentí, bajando la vista para que no viera mis ojos hinchados de tanto llorar.

Ella no se movió. Seguía ahí, con el delantal manchado de salsa y las manos apretadas contra el pecho. El olor a arroz con pollo llenaba la casa, pero a mí me revolvía el estómago. Sentí que si me preguntaba una vez más, iba a romperme.

—Valeria, no me mientas. ¿Te pasó algo con esos muchachos? —insistió, y su voz tembló un poco.

Me quedé helada. ¿Cómo sabía ella de los muchachos? ¿Acaso alguien nos había visto en el lago? Sentí un sudor frío bajarme por la espalda. No podía decirle la verdad. No después de todo lo que había pasado entre ella y papá antes de que él se fuera. No después de todo lo que me había prometido a mí misma.

—No pasó nada, mamá. Solo… discutimos por una tontería —dije, intentando sonar convincente.

Ella suspiró y se acercó para abrazarme. Yo me tensé, pero no pude evitar que una lágrima se me escapara y le mojara el hombro.

—Hija, sabes que puedes confiar en mí, ¿verdad? —me susurró.

Quise creerle. Quise decirle todo: cómo Juan Pablo me había empujado al agua en broma, cómo todos se rieron menos yo, cómo mi celular se hundió y con él los mensajes que nunca debía haber enviado. Pero sobre todo, cómo después de eso, sentí que ya no podía confiar en nadie.

Pero no dije nada. Solo asentí y me solté de su abrazo para irme al cuarto. Cerré la puerta y me tiré en la cama, mirando el techo manchado de humedad. El ventilador giraba lento, como si también estuviera cansado de dar vueltas sobre lo mismo.

Esa noche casi no dormí. Soñé con el lago una y otra vez: el agua oscura tragándose mi teléfono, las risas de los chicos haciéndose eco en mi cabeza, la sensación de estar sola aunque estuviera rodeada de gente.

Al día siguiente, en la escuela, Juan Pablo ni siquiera me miró. Los demás actuaban como si nada hubiera pasado, pero yo sentía que todos sabían mi secreto: que le había escrito a Camila cosas horribles porque estaba celosa de su amistad con Juan Pablo. Que ahora esos mensajes estaban perdidos en el fondo del lago, pero podían salir a flote en cualquier momento.

En el recreo, Camila se me acercó.

—¿Estás bien? —me preguntó con esa voz dulce que siempre me hacía sentir peor.

—Sí… solo fue un mal día —respondí.

Ella sonrió y me abrazó. Yo sentí una punzada de culpa tan fuerte que tuve ganas de vomitar.

Por la tarde, cuando llegué a casa, mamá estaba sentada en la mesa con una carta en la mano. Su cara estaba pálida y los ojos rojos.

—Valeria… tenemos que hablar —dijo con voz ronca.

Sentí que el mundo se me venía encima. Me senté frente a ella sin poder mirarla a los ojos.

—Hoy llamaron del colegio. Dicen que hubo problemas entre vos y tus amigos… ¿Qué está pasando?

No pude más. Empecé a llorar y le conté todo: lo del lago, lo del celular, lo de los mensajes a Camila. Todo salió como un torrente imposible de detener.

Mamá escuchó en silencio. Cuando terminé, solo dijo:

—¿Por qué no confiaste en mí antes?

No supe qué responderle. Me sentía tan sola, tan avergonzada…

Esa noche discutimos fuerte. Mamá decía que tenía que pedirle perdón a Camila y enfrentar las consecuencias. Yo solo quería desaparecer.

Los días siguientes fueron un infierno. En la escuela todos murmuraban a mis espaldas. Camila dejó de hablarme y Juan Pablo ni siquiera se acercaba. Mamá estaba fría conmigo; apenas me dirigía la palabra.

Una tarde escuché a mamá hablando por teléfono con mi tía Lucía:

—No sé qué hacer con Valeria… desde que su papá se fue todo es más difícil…

Sentí rabia y tristeza al mismo tiempo. ¿Por qué siempre tenía que ser yo la culpable de todo?

Esa noche salí sin avisar y caminé hasta el lago. Me senté en el muelle y miré el agua negra bajo la luz de la luna. Pensé en tirarme al agua y buscar el celular perdido, como si así pudiera borrar todo lo que había hecho mal.

De repente escuché pasos detrás mío.

—¿Qué hacés acá sola? —era Camila.

No supe qué decirle. Ella se sentó a mi lado y miramos el agua en silencio un rato largo.

—Leí tus mensajes antes de que se cayera tu celular —dijo al fin—. Me dolieron mucho… pero sé que estabas herida.

Me largué a llorar otra vez.

—Perdón, Cami… No sé por qué fui tan mala amiga…

Ella me abrazó fuerte.

—Todos cometemos errores… pero hay que aprender a pedir perdón y seguir adelante.

Esa noche volví a casa sintiendo un peso menos en el pecho. Mamá me esperaba despierta en la cocina.

—¿Dónde estabas? Me tenías preocupada —me retó, pero esta vez su voz era más suave.

Me acerqué y la abracé fuerte.

—Perdón por todo, mamá…

Ella me acarició el pelo y por primera vez en mucho tiempo sentí que todo podía mejorar si era honesta conmigo misma y con los demás.

Ahora sé que los errores no desaparecen solo porque uno los esconde o porque se hunden en el fondo del lago. Tarde o temprano hay que enfrentarlos para poder sanar.

¿Ustedes alguna vez sintieron ese miedo paralizante a decepcionar a quienes más aman? ¿Vale la pena cargar con secretos o es mejor enfrentar las consecuencias aunque duelan?