El grito de mi madre: Cuando mi hijo se atragantó con su mordedor

—¡Marina, ven rápido! ¡Lucas no respira!—

El grito de mi madre atravesó las paredes del piso como un cuchillo. Corrí desde la cocina, dejando caer el vaso de agua que llevaba, y vi a mi hijo de ocho meses con la cara roja, los ojos abiertos como platos y las manitas agitándose en el aire. Mi madre, siempre tan serena, temblaba mientras intentaba sacar algo de la boca de Lucas. El mordedor azul, ese con forma de osito que tantas madres del parque recomendaban, estaba atascado en su garganta.

No pensé. Actué. Lo puse boca abajo sobre mi antebrazo y le di palmadas en la espalda, como había visto en un vídeo de primeros auxilios que compartió la pediatra del centro de salud. El tiempo se detuvo. Mi corazón latía tan fuerte que apenas oía los sollozos de mi madre. Finalmente, Lucas tosió y el mordedor cayó al suelo con un sonido sordo. Rompí a llorar, abrazando a mi hijo mientras él respiraba entrecortadamente.

—¿Estás bien?— susurré, aunque sabía que no podía responderme. Mi madre me miró con lágrimas en los ojos.

—Marina, casi lo perdemos…

Aquel día cambió todo. Hasta entonces, pensaba que los accidentes graves solo les pasaban a otros, a familias distraídas o descuidadas. Pero yo era una madre responsable. Había leído todos los foros de crianza, comprado productos recomendados por otras madres españolas y seguía al pie de la letra los consejos del pediatra. ¿Cómo podía haber fallado?

Esa noche no dormí. Me senté junto a la cuna de Lucas, observando cómo su pecho subía y bajaba. Mi marido, Sergio, intentó tranquilizarme.

—No es tu culpa, Marina. Nadie podía saberlo.

Pero yo sí lo sabía. Había ignorado una advertencia en el grupo de WhatsApp del colegio sobre mordedores defectuosos. Había pensado: «Eso no me va a pasar a mí». Y casi pierdo a mi hijo por confiar ciegamente en una marca popular y en la opinión de otras madres.

Al día siguiente fui a la farmacia donde compré el mordedor. La farmacéutica, Carmen, me miró horrorizada cuando le conté lo sucedido.

—¿De verdad? Pero si es uno de los más vendidos…

—Pues casi mata a mi hijo —le respondí con voz temblorosa.

Carmen tomó nota y prometió avisar al distribuidor. Pero yo no podía quedarme ahí. Publiqué mi experiencia en Facebook y en Instagram, mostrando el mordedor y contando cada detalle del accidente. Los comentarios no tardaron en llegar: madres agradecidas por el aviso, otras enfadadas porque también usaban ese modelo, algunas incluso dudando de mi historia.

Mi hermana Laura me llamó esa tarde.

—¿De verdad vas a armar tanto jaleo por esto? Al final todos hemos pasado por sustos así…

—No es un susto cualquiera, Laura. Podría haber muerto —le respondí entre lágrimas.

La familia se dividió. Mi suegra insinuó que era culpa mía por dejarle el mordedor sin supervisión. Mi padre me abrazó y me dijo que había hecho lo correcto al contarlo públicamente.

Los días siguientes fueron un torbellino: llamadas del centro de salud para preguntar por Lucas, mensajes de otras madres contando accidentes similares, incluso una periodista local interesada en mi historia para un reportaje sobre seguridad infantil en España.

Mientras tanto, yo no podía dejar de revivir la escena: la cara de Lucas, el grito de mi madre, el miedo paralizante. Empecé a cuestionar todo lo que hacía como madre: ¿estaba siendo demasiado confiada? ¿Demasiado paranoica ahora?

Una tarde, en el parque, vi a otra madre dándole el mismo mordedor a su bebé. Me acerqué y le conté lo que nos había pasado.

—No me digas… ¡Pero si es seguro! Lo venden en todas partes —me respondió incrédula.

—Eso pensaba yo —le dije— hasta que casi pierdo a mi hijo.

Algunas madres empezaron a evitarme; otras me buscaban para pedirme consejo sobre productos seguros. Me convertí sin quererlo en una especie de portavoz improvisada sobre seguridad infantil en el barrio.

Sergio empezó a preocuparse por mí.

—Marina, tienes que descansar. No puedes vivir con miedo todo el tiempo.

Pero ¿cómo descansar cuando sabes lo cerca que has estado del abismo?

Un día recibí una carta del fabricante del mordedor: reconocían que había habido varios casos similares y estaban retirando el producto del mercado español. Sentí alivio y rabia al mismo tiempo: ¿cuántos niños más habían estado en peligro antes de que actuaran?

Hoy Lucas tiene dos años y corretea feliz por casa. Pero yo sigo mirando cada juguete con desconfianza, revisando etiquetas y preguntando a otras madres por sus experiencias reales, no solo por recomendaciones en redes sociales.

A veces me pregunto si exageré o si hice lo correcto al compartir nuestra historia públicamente. Pero luego recuerdo el grito de mi madre y la sensación helada de pensar que podía perderlo todo en un segundo.

¿Y vosotros? ¿Habéis vivido algún susto así con vuestros hijos? ¿Creéis que exageramos las madres o que es necesario contarlo todo para protegernos entre nosotros?