El grito de Valentina: El día que mi mundo se rompió
—¡Mamá! —el grito de Valentina me atravesó el pecho como un cuchillo. Corrí por el portal del edificio, tropezando con las baldosas desiguales, y subí los dos pisos de la casa de mi exmarido casi sin sentir las piernas. La puerta estaba entornada. Dentro, el eco del llanto de mi hija llenaba el pasillo.
—¿Qué ha pasado aquí? —grité, sin reconocer mi propia voz.
Valentina estaba en el suelo, encogida sobre sí misma, con la mejilla roja e hinchada. Aurora, la nueva esposa de Sergio, sostenía una escoba con los nudillos blancos de la tensión. Sergio no estaba. Por un segundo, el tiempo se detuvo. Mi hija me miró con unos ojos tan grandes y asustados que sentí cómo se me rompía algo por dentro.
—¡No ha sido nada! —balbuceó Aurora, soltando la escoba—. Se ha caído, Nora. Ya sabes lo torpe que es…
Me arrodillé junto a Valentina y la abracé. Temblaba. Olía a sudor y miedo.
—¿Te ha hecho daño? —le susurré al oído.
Ella no respondió. Solo sollozaba y apretaba los dientes.
—¡No me mires así! —Aurora levantó la voz—. No tienes ni idea de lo difícil que es esto para todos.
La rabia me subió como una ola. Me levanté despacio, sin soltar a mi hija.
—¿Dónde está Sergio? —pregunté, intentando mantener la calma.
—Ha salido a comprar. Volverá enseguida —respondió Aurora, cruzándose de brazos.
Cogí a Valentina en brazos y salí de allí sin mirar atrás. Bajé las escaleras corriendo, sintiendo su cuerpecito temblar contra el mío. En la calle, la abracé fuerte y le limpié las lágrimas con la manga.
—Mamá… —susurró—. No quiero volver nunca más.
El corazón se me partió en mil pedazos. ¿Cómo no me había dado cuenta antes? ¿Cuántas veces habría callado Valentina por miedo o vergüenza?
Esa noche no dormí. Me senté en el borde de su cama, viéndola respirar entre pesadillas. Cada vez que se agitaba o murmuraba algo en sueños, sentía una punzada de culpa y rabia. ¿Y si no me hubiera atrevido a entrar? ¿Y si hubiera llegado cinco minutos más tarde?
Por la mañana llamé a Sergio.
—¿Qué ha pasado ayer? —pregunté sin rodeos.
—¿A qué te refieres? Aurora me ha dicho que Valentina se cayó.
—No me mientas, Sergio. La he visto yo misma. ¿Desde cuándo permites esto?
Hubo un silencio largo al otro lado del teléfono.
—No sé de qué hablas —dijo finalmente—. Aurora nunca le haría daño a Valentina.
Colgué antes de perder los nervios. Sabía que no podía contar con él. Llamé al colegio para hablar con la orientadora escolar, Marta, una mujer dulce que siempre había mostrado cariño por Valentina.
—Nora, he notado que Valentina está más retraída últimamente —me confesó Marta—. Ha bajado las notas y no quiere jugar con los demás niños.
Sentí una mezcla de alivio y desesperación: al menos alguien más lo había notado.
Esa tarde llevé a Valentina al centro de salud. La pediatra examinó su mejilla y le hizo preguntas suaves mientras yo contenía las lágrimas.
—¿Te ha hecho daño alguien en casa de papá? —preguntó con delicadeza.
Valentina bajó la mirada y negó con la cabeza, pero sus ojos decían otra cosa.
La doctora me miró con preocupación.
—Si sospechas que hay maltrato, tienes que denunciarlo —me dijo en voz baja—. Es tu deber como madre.
Salí del centro médico temblando. ¿Denunciar? ¿Y si no me creían? ¿Y si Sergio usaba esto en mi contra para quitarme la custodia?
Esa noche hablé con mi madre por teléfono.
—Nora, tienes que ser valiente —me dijo ella—. Piensa en Valentina antes que en todo lo demás.
Me armé de valor y fui a comisaría al día siguiente. El policía que me atendió tomó nota de todo: mis sospechas, el estado físico de Valentina, lo que había visto y oído. Me sentí desnuda y vulnerable contando mi historia a un desconocido, pero también sentí un pequeño alivio: por fin hacía algo para proteger a mi hija.
Los días siguientes fueron un infierno. Sergio me llamó furioso cuando recibió la notificación judicial.
—¡¿Cómo te atreves a denunciarme?! ¡Estás loca! ¡Aurora jamás le pondría una mano encima!
—No pienso dejar que Valentina vuelva a esa casa hasta que todo esto se aclare —le respondí con voz firme aunque por dentro temblaba como una hoja.
Las semanas pasaron entre visitas a psicólogos infantiles, entrevistas con asistentes sociales y reuniones con abogados. Valentina empezó a hablar poco a poco en las sesiones de terapia:
—Aurora se enfada mucho cuando papá no está… Me grita… A veces me da con la escoba…
Cada palabra era una puñalada para mí. Pero también era la prueba que necesitábamos para protegerla.
El proceso judicial fue largo y doloroso. Sergio intentó convencer al juez de que yo manipulaba a nuestra hija para vengarme de él tras el divorcio. Aurora lloró ante el tribunal diciendo que solo intentaba educar a Valentina porque era muy rebelde.
Pero los informes médicos y psicológicos eran claros: Valentina tenía miedo y sufría ansiedad cada vez que tenía que ir a casa de su padre.
Finalmente, el juez dictaminó que Sergio solo podría ver a Valentina en un punto de encuentro familiar supervisado por profesionales. Aurora tenía prohibido acercarse a ella.
El día que recibí la sentencia lloré como nunca antes lo había hecho: de alivio, de tristeza por todo lo perdido y de miedo por el futuro incierto.
Hoy sigo luchando cada día para reconstruir la confianza de mi hija y enseñarle que nadie tiene derecho a hacerle daño, ni siquiera quienes deberían cuidarla.
A veces me pregunto: ¿Cuántos niños callan por miedo? ¿Cuántas madres dudan antes de dar el paso? ¿Habría hecho yo lo mismo si no hubiera escuchado aquel grito?
¿Vosotros qué habríais hecho en mi lugar? ¿Creéis que la justicia protege realmente a los niños en España?