El hambre de Zulema: una infancia entre paredes delgadas

—¡Zulema! ¡Ven aquí ahora mismo! —El grito retumbó a través de las paredes finas como papel, tan nítido que sentí que mi propio padre me llamaba. Me quedé quieto, cuchara en mano, mirando el plato de lentejas que mi madre acababa de servirme. Ella, con gesto cansado, me miró y susurró: —Come, hijo. No te metas en lo que no es asunto nuestro.

Pero ¿cómo no iba a serlo? Cada noche, los sonidos del piso de al lado se colaban en mis sueños: el tintineo de botellas, el arrastrar de pies, el llanto ahogado de una niña. Zulema tenía mi edad, nueve años, pero parecía más pequeña, siempre con la ropa grande y los ojos enormes, como si esperara algo que nunca llegaba.

La conocí un día en el portal. Llevaba una bolsa de plástico con pan duro y una manzana arrugada. Me miró con desconfianza cuando le ofrecí una galleta que mi madre me había dado para el recreo.

—No puedo aceptarla —susurró—. Si mi padre se entera…

—No le diré nada —le prometí.

A partir de entonces, compartimos silencios y migajas en el patio del edificio. Yo no entendía por qué Zulema siempre tenía hambre, por qué nunca traía bocadillo al colegio, por qué a veces venía con moratones en los brazos y una tristeza tan densa que parecía envolverla como un abrigo viejo.

Una tarde de invierno, mientras jugábamos a la cuerda con otros niños del bloque, su padre apareció tambaleándose. Los demás se apartaron; yo me quedé quieto. Él la agarró del brazo y le gritó algo que no entendí. Zulema no lloró. Solo bajó la cabeza y se dejó llevar.

Esa noche, le pregunté a mi madre por qué nadie hacía nada.

—No es tan fácil —me dijo—. La gente tiene miedo. Y a veces… a veces no sabemos cómo ayudar sin empeorar las cosas.

Pero yo no podía dormir pensando en Zulema. Empecé a dejarle trozos de pan envueltos en servilletas detrás del cubo de basura del portal. A veces desaparecían; otras veces seguían allí al día siguiente, duros como piedras.

Un domingo por la mañana, oí golpes fuertes en la puerta de su casa. Mi padre se asomó al pasillo y volvió pálido.

—Han llamado a la policía —dijo en voz baja—. Parece que ha habido una pelea.

Vi a Zulema salir escoltada por una mujer con chaqueta azul marino. Llevaba una mochila pequeña y miraba al suelo. No volvió al colegio esa semana. Ni la siguiente.

Los rumores corrieron por el edificio: que si los servicios sociales se la habían llevado, que si su padre estaba detenido, que si la madre había desaparecido hacía años. Nadie sabía nada con certeza. Yo solo sentía un vacío extraño cada vez que pasaba por su puerta cerrada.

Un mes después, Zulema volvió. Más delgada aún, con el pelo cortado y una mirada nueva, desconfiada. Ya no jugaba en el patio ni aceptaba mis galletas. Un día me acerqué y le pregunté si estaba bien.

—No lo sé —me respondió—. Tengo miedo todo el rato.

Me quedé sin palabras. Quise decirle que todo iría bien, pero no era verdad. En casa, mis padres discutían sobre si debíamos mudarnos a otro barrio, lejos de «problemas» como los de Zulema. Pero yo sabía que esos problemas estaban en todas partes; solo cambiaban de nombre y de cara.

La última vez que vi a Zulema fue un día gris de primavera. Se marchaba con una mujer mayor —su tía, decían— rumbo a un pueblo cerca de Salamanca. Me miró desde el coche y levantó la mano tímidamente. Yo corrí tras ellos hasta el final de la calle, pero no me atreví a decir nada.

Durante años me pregunté qué habría sido de ella. Si habría encontrado paz o si el hambre —de comida, de cariño— seguiría persiguiéndola siempre.

Ahora, ya adulto, paso a veces por aquel edificio viejo cuando visito Valladolid. Las paredes siguen siendo finas; los ecos del pasado aún resuenan si escuchas con atención.

¿De verdad podemos ayudar a quienes viven atrapados en los errores ajenos? ¿O solo somos testigos impotentes del dolor ajeno? ¿Qué habríais hecho vosotros si fuerais yo?