El hijo de la vecina: La maternidad inesperada de Nora
—¡Nora, por favor, ábreme!—. La voz de Lucía, mi vecina del tercero, temblaba al otro lado de la puerta. Eran casi las dos de la madrugada y yo ya estaba en bata, con el pelo recogido y las zapatillas viejas. Al abrir, la vi con los ojos hinchados de llorar y un niño pequeño, Eric, aferrado a su pierna.
—¿Qué pasa, Lucía?— pregunté, aunque ya intuía que algo grave ocurría. Ella no respondió. Me puso la mano en el hombro, me miró con una mezcla de súplica y vergüenza, y me susurró: —Cuídalo tú, por favor. No puedo más.—
Antes de que pudiera reaccionar, Lucía dejó a Eric en el recibidor y desapareció escaleras abajo. El niño me miró con unos ojos enormes y asustados. No lloró. Solo se quedó quieto, como si supiera que su mundo acababa de romperse.
Esa noche no dormí. Senté a Eric en la mesa de la cocina y le preparé un vaso de leche caliente. Él no decía nada, solo miraba el reloj de pared como si esperara que su madre volviera en cualquier momento. Yo tampoco sabía qué decirle. ¿Cómo se consuela a un niño que acaba de ser abandonado?
Al amanecer llamé a mi hija, Carmen. —Mamá, ¿estás loca?— exclamó al escuchar mi historia. —Eso es un marrón enorme. Llama a los servicios sociales.—
Pero yo no podía. Había algo en la mirada de Eric que me recordaba a mi propio hijo cuando era pequeño, antes de que se marchara a Alemania buscando trabajo y dejara la casa vacía y silenciosa.
Los días siguientes fueron un torbellino. Fui al colegio con Eric para avisar a su profesora, la señora Pilar, quien me miró con compasión y preocupación. —No es la primera vez que Lucía desaparece— me confesó en voz baja. —Pero nunca tanto tiempo.—
En el barrio empezaron los rumores. Que si Lucía tenía problemas con las drogas, que si debía dinero a medio mundo, que si el padre de Eric nunca había querido saber nada… Yo solo sabía que tenía un niño en casa que no preguntaba por su madre pero tampoco sonreía.
Poco a poco, Eric empezó a confiar en mí. Le enseñé a hacer tortilla de patatas y a regar las plantas del balcón. Los domingos íbamos juntos al parque del Retiro y le contaba historias inventadas sobre los patos del estanque. A veces, por las noches, lo escuchaba llorar bajito en su habitación. Entonces me sentaba a su lado y le acariciaba el pelo hasta que se dormía.
Un día recibí una carta del ayuntamiento: debía presentarme ante los servicios sociales para explicar la situación de Eric. Carmen insistió en acompañarme. —Mamá, tienes que pensar en ti también— me dijo mientras esperábamos en la sala fría y gris del edificio municipal.
La trabajadora social, Mercedes, fue amable pero firme: —Nora, usted no es familia directa. Si Lucía no aparece en una semana, tendremos que buscarle una familia de acogida.—
Sentí un nudo en el estómago. ¿Cómo iba a dejar marchar a ese niño? ¿Cómo iba a explicarle que después de perder a su madre también perdía su nuevo hogar?
Esa noche hablé con Eric:
—Cariño, puede que tengas que irte a vivir con otra familia.—
Él bajó la cabeza y susurró:
—¿Tú también te vas a ir?—
No pude contener las lágrimas.
—No quiero irme nunca— le prometí.
Al día siguiente fui al despacho de Mercedes con una decisión tomada:
—Quiero acogerlo oficialmente.—
El proceso fue largo y lleno de papeleo. Me preguntaron por mi salud, mis ingresos (la pensión apenas llegaba para los dos), mi historia familiar… Carmen me ayudó con todo, aunque seguía pensando que estaba loca.
Pasaron los meses y Lucía nunca volvió. Eric empezó a llamarme “abuela Nora” delante de sus amigos del colegio. Yo aprendí a ser madre otra vez: a preocuparme por los deberes, las vacunas, los cumpleaños…
Con el tiempo, los servicios sociales me preguntaron si estaría dispuesta a acoger temporalmente a otros niños en situación parecida. Al principio dudé: ¿sería capaz? Pero Eric me animó:
—Así no estarás sola cuando yo crezca.—
Así fue como mi casa se llenó de risas nuevas y también de lágrimas ajenas: Ana, una niña tímida cuyos padres estaban en prisión; Marcos, un adolescente rebelde que odiaba el mundo; Sofía, una bebé prematura abandonada en el hospital… Cada uno trajo consigo su propio dolor y sus propias ganas de ser querido.
No fue fácil. Hubo noches sin dormir, peleas por tonterías, visitas incómodas de trabajadores sociales y vecinos cotillas que opinaban sin saber nada. Pero también hubo abrazos sinceros, dibujos pegados en la nevera y cumpleaños improvisados con tarta casera.
Ahora tengo sesenta y cinco años y mi casa sigue llena de vida. Eric ya es casi un hombrecito y me ayuda con los más pequeños. Carmen viene más seguido y dice que está orgullosa de mí (aunque sigue pensando que estoy un poco loca).
A veces me pregunto qué habría pasado si aquella noche no hubiera abierto la puerta. ¿Habría tenido el valor de enfrentarme al abandono y al miedo? ¿Cuántos niños seguirían esperando una oportunidad?
Quizá nunca lo sepa. Pero cada vez que uno de mis niños me llama “abuela Nora”, siento que todo ha valido la pena.
¿Y vosotros? ¿Qué habríais hecho si os hubieran dejado un niño en la puerta? ¿Hasta dónde llega nuestra responsabilidad como vecinos y como personas?