El hilo invisible: Amistad a prueba de maternidad

—¿De verdad no puedes salir ni una hora, Lucía? —pregunté, intentando que mi voz no sonara tan desesperada como me sentía.

Ella suspiró al otro lado del teléfono. Podía imaginarla, con el pelo recogido en un moño desordenado, la camiseta manchada de papilla y ese brillo cansado en los ojos que últimamente la acompañaba a todas partes.

—Lo siento, Marta, de verdad. Es que Mateo está con fiebre y apenas he dormido. No puedo dejarlo solo ahora…

Colgué el teléfono y me quedé mirando la pantalla, sintiendo una punzada de rabia mezclada con culpa. Lucía y yo habíamos sido inseparables desde el instituto. Compartimos confidencias, risas, lágrimas y hasta vacaciones en la costa de Cádiz. Pero desde que nació Mateo, todo cambió. Nuestra amistad, antes tan sólida, parecía deshilacharse poco a poco, como ese jersey favorito que te resistes a tirar aunque sabes que ya no abriga igual.

Al principio intenté comprenderla. Le llevé comida casera, le ofrecí ayuda para limpiar la casa, incluso me ofrecí a cuidar al bebé para que pudiera ducharse tranquila. Pero cada vez que la llamaba, tenía una excusa nueva: el niño no dormía, tenía cólicos, o simplemente estaba demasiado cansada para hablar.

Una tarde de domingo, mientras paseaba sola por el Retiro, recordé nuestras charlas interminables sentadas en el césped, planeando viajes imposibles y soñando con futuros brillantes. Ahora, mi futuro parecía vacío sin ella. Me senté en un banco y saqué el móvil. Dudé antes de escribirle un mensaje:

«Echo de menos a mi amiga. ¿Sigues ahí?»

No hubo respuesta ese día. Ni al siguiente.

Mi madre me decía que era normal, que la maternidad lo cambiaba todo. Pero yo no quería perderla. Así que una tarde me planté en su casa sin avisar. Llamé al timbre y esperé. Tardó en abrirme; cuando lo hizo, tenía los ojos hinchados y el bebé lloraba desconsolado en sus brazos.

—¿Qué haces aquí? —preguntó, sorprendida.

—Necesitaba verte —respondí, intentando sonreír—. ¿Puedo pasar?

Entré y el olor a leche y pañales me golpeó como una bofetada. La casa estaba desordenada, juguetes por todas partes y platos apilados en la encimera. Me ofrecí a ayudarla a recoger mientras ella intentaba calmar a Mateo.

—No sé cómo lo haces —le dije mientras fregaba los biberones—. Yo estaría loca.

Lucía soltó una carcajada amarga.

—A veces creo que ya lo estoy…

Nos sentamos en el sofá cuando por fin el niño se durmió. El silencio era incómodo; nunca antes nos había costado tanto hablar.

—Siento haberte dejado de lado —dijo de repente—. Pero es que… no sé quién soy ahora. Todo gira en torno a él. No tengo tiempo ni para pensar en mí misma, mucho menos para ser buena amiga.

Me mordí el labio para no llorar.

—Yo también te echo de menos —susurré—. Pero no sé cómo ayudarte si no me dejas entrar.

Lucía me miró con lágrimas en los ojos.

—Tengo miedo de perderme… y de perderte también.

Nos abrazamos fuerte, como si quisiéramos coser con ese gesto los hilos rotos de nuestra amistad. Pero al salir de su casa esa noche, supe que nada volvería a ser igual. La maternidad la había transformado y yo debía decidir si podía aceptar a esta nueva Lucía o si era hora de dejarla ir.

Los días siguientes fueron una mezcla de nostalgia y resignación. Empecé a salir más con otras amigas del trabajo, a llenar mi agenda para no pensar tanto en lo que había perdido. Pero cada vez que veía una madre con su hijo en el parque o escuchaba una risa parecida a la de Lucía, sentía un vacío imposible de llenar.

Un sábado por la mañana recibí un mensaje suyo:

«¿Te apetece venir a casa? Mateo duerme y necesito hablar.»

Fui sin pensarlo dos veces. Nos sentamos juntas en la cocina y esta vez fue ella quien rompió el hielo:

—He estado pensando mucho en nosotras. Sé que te he fallado como amiga… pero también necesito que entiendas que ahora mi vida es diferente. No quiero perderte, pero tampoco puedo ser la misma de antes.

La miré largo rato antes de responder:

—Quizá tenemos que aprender a ser amigas de otra manera.

Sonrió aliviada y me cogió la mano.

Desde entonces nuestra relación cambió: menos mensajes espontáneos, más cafés rápidos entre siestas del bebé, menos confidencias nocturnas y más silencios compartidos. A veces me duele lo que hemos perdido, pero también valoro lo que hemos conseguido salvar.

Ahora sé que las amistades verdaderas pueden estirarse hasta casi romperse… pero si hay amor y paciencia, pueden encontrar una nueva forma de existir.

¿Vosotros también habéis sentido alguna vez cómo una amistad se transforma hasta volverse irreconocible? ¿Vale la pena luchar por esos hilos invisibles o es mejor dejar ir?