El latido de una madre: Cuando el miedo no puede con el amor
—Carmen, tienes que decidirlo hoy. No hay más tiempo. —La voz de la doctora Morales retumbaba en mi cabeza como un eco cruel, mientras yo apretaba la mano de mi marido, Luis, con tanta fuerza que sentía que podía romperle los dedos.
Miré el techo blanco del hospital, buscando respuestas en las grietas de la pintura. ¿Cómo se supone que una madre debe elegir entre su vida y la de sus hijos? ¿Cómo se puede pedir algo así? Mi corazón latía desbocado, no solo por el miedo, sino porque literalmente estaba fallando. Tres vidas crecían dentro de mí, tres corazones diminutos que dependían del mío, tan cansado y débil.
—Carmen, por favor… —susurró Luis, con los ojos rojos de tanto llorar—. Piensa en Lucía, en lo que te queda por vivir…
Lucía. Mi niña de seis años, tan llena de vida, tan inocente. ¿Cómo explicarle que su madre podría no volver a casa? ¿Cómo explicarle que sus hermanos podrían no nacer?
La doctora Morales se sentó a mi lado, su bata blanca contrastando con el gris de la tarde madrileña que se colaba por la ventana.
—Tu corazón no aguantará el esfuerzo de un embarazo triple. Si decides seguir adelante, hay muchas posibilidades de que ninguno sobreviva… ni tú tampoco.
Sentí que el mundo se desmoronaba bajo mis pies. Recordé las noches en las que Luis y yo soñábamos con una familia grande, las risas en la cocina, los domingos en El Retiro, los abrazos después de cada discusión. Todo eso parecía tan lejano ahora.
—¿Y si…? —intenté preguntar, pero la voz se me quebró.
—Podemos intentar reducir el embarazo —dijo la doctora, bajando la mirada—. Es lo más seguro para ti y para al menos uno de los bebés.
Luis me miró suplicante. Yo solo podía pensar en los tres corazones latiendo dentro de mí. ¿Cómo elegir? ¿Cómo decidir quién vive y quién muere?
Esa noche no dormí. Escuchaba el tic-tac del reloj y el murmullo lejano de las ambulancias en la Gran Vía. Pensaba en mi madre, en cómo luchó ella sola cuando mi padre nos dejó. Pensaba en las veces que me dijo: “Carmen, una madre siempre encuentra fuerzas donde no las hay”.
A la mañana siguiente, pedí ver a Lucía. Entró corriendo a la habitación con un dibujo en la mano: tres bebés y una mamá con una sonrisa enorme. Me abrazó fuerte y me susurró al oído:
—Mamá, ¿pueden venir mis hermanitos pronto? Les he hecho sitio en mi habitación.
Sentí cómo se me partía el alma. No podía fallarles. No podía fallarme a mí misma.
Cuando la doctora Morales volvió, le miré a los ojos y le dije:
—No voy a elegir. Quiero intentarlo con los tres.
Luis rompió a llorar. La doctora negó con la cabeza, pero aceptó mi decisión. Me advirtió de todos los riesgos, me habló de probabilidades y estadísticas, pero yo solo escuchaba el eco del amor que sentía por mis hijos.
Las semanas siguientes fueron un infierno. Cada día era una batalla: vómitos, mareos, dolores insoportables. Mi corazón latía como un tambor desbocado. Luis dejó de trabajar para cuidarme; mi suegra venía cada tarde a ayudar con Lucía. La casa se llenó de silencios incómodos y miradas cargadas de miedo.
Una noche, mientras Luis me ponía una manta sobre los pies, le susurré:
—¿Y si no lo consigo?
Él me besó la frente y respondió:
—Entonces habrás luchado como nadie. Y eso nunca lo olvidaré.
Llegó el día del parto antes de lo previsto. Me ingresaron de urgencia; los monitores pitaban sin parar y las enfermeras corrían por los pasillos del hospital Gregorio Marañón. Recuerdo el olor a desinfectante, las luces blancas y las manos frías sujetando las mías.
—Carmen, tienes que ser fuerte —me animaba la matrona, Ana—. Por ti y por ellos.
No recuerdo mucho más. Solo el dolor y luego… el silencio.
Desperté días después en la UCI. Luis estaba a mi lado, ojeroso pero sonriente.
—¿Los bebés…? —pregunté con un hilo de voz.
Él asintió entre lágrimas.
—Están vivos, Carmen. Son pequeñitos, pero luchadores como su madre.
Lloré como nunca antes lo había hecho. Lloré por el miedo, por el dolor y por la alegría inmensa de saber que mis hijos habían sobrevivido.
Pasaron semanas antes de poder tenerlos a todos en brazos. Los médicos decían que era un milagro; las enfermeras me llamaban “la valiente”. Pero yo solo era una madre haciendo lo que cualquier madre haría: luchar hasta el final por sus hijos.
Hoy veo a mis tres pequeños corretear por el parque junto a Lucía y me pregunto si tomé la decisión correcta. A veces siento culpa por haber puesto mi vida en riesgo; otras veces me invade una felicidad tan grande que no cabe en el pecho.
¿Hasta dónde seríais capaces de llegar por vuestros hijos? ¿Dónde está el límite entre el amor y el sacrificio? Yo aún no tengo todas las respuestas… ¿y vosotros?