El llamado que cambió mi vida: Entre el deber y mis sueños
—¡Mariana, contesta ya ese teléfono o apágalo! —me susurró la profesora Jiménez, con esa voz seca que siempre me hacía temblar.
Sentí el celular vibrar por tercera vez en mi bolsillo. Sabía que era mi mamá. Lo sabía como se sabe que va a llover cuando el cielo se pone gris en Tegucigalpa. Saqué el teléfono, vi su nombre en la pantalla y, por un segundo, dudé. ¿Qué podía ser tan urgente? ¿Otra pelea con mi papá? ¿Mi abuela otra vez en el hospital?
—¿Puedo salir a contestar? —pregunté, sintiendo las miradas de mis compañeros clavadas en mi nuca.
—Sal, pero no regreses si vas a seguir interrumpiendo —dijo la profesora, resignada.
Caminé por el pasillo largo de la facultad de Derecho, con el corazón latiendo fuerte. Contesté.
—¿Mamá? ¿Qué pasó?
Del otro lado, su voz temblaba.
—Mariana… es tu hermana. Camila está muy mal. No para de vomitar y no puede respirar bien. Ya la llevamos al hospital, pero… hija, necesito que vengas. No sé qué hacer.
Sentí que el mundo se me venía encima. Camila tenía solo 10 años y desde pequeña había sido frágil, siempre enferma, siempre necesitando cuidados. Yo era la mayor, la que debía ser ejemplo, la que debía estar ahí cuando las cosas se ponían feas.
—Mamá, estoy en medio de clases…
—¿Clases? Mariana, tu hermana se está muriendo y tú piensas en tus clases. ¿Qué clase de hija eres?
Me quedé muda. La culpa me apretó el pecho como una mano invisible. Miré por la ventana: afuera, los buses pasaban llenos de gente que iba y venía, ajena a mi tragedia.
—Voy para allá —dije al fin, casi sin voz.
Caminé de regreso al aula solo para recoger mis cosas. Mis amigas me miraron con preocupación.
—¿Todo bien? —preguntó Valeria.
Negué con la cabeza.
—Mi hermana está mal. Tengo que irme.
Salí corriendo a tomar el bus hacia Comayagüela. El trayecto fue eterno: los vendedores ambulantes gritaban ofertas, una señora rezaba en voz baja, un niño lloraba porque quería una paleta. Yo solo pensaba en Camila y en cómo mi mamá siempre esperaba que yo resolviera todo.
Al llegar al hospital, vi a mi papá sentado en una banca, con la cabeza entre las manos. Nunca lo había visto así de derrotado.
—Papá…
Me miró con los ojos rojos.
—Tu mamá está adentro con Camila. Los doctores dicen que es neumonía grave. No saben si va a pasar la noche.
Entré corriendo a la sala. Mi mamá estaba junto a la cama de Camila, acariciándole el cabello mientras ella respiraba con dificultad.
—Mariana… gracias por venir —dijo mi mamá, sin mirarme a los ojos.
Me senté junto a Camila y le tomé la mano. Estaba fría y sudorosa.
—Hola, Cami… ya estoy aquí —le susurré.
Ella abrió los ojos apenas un poco y sonrió débilmente.
—¿Vas a quedarte conmigo?
Sentí un nudo en la garganta.
—Claro que sí, hermanita. No me voy a ir a ningún lado.
Esa noche no dormí. Escuché cada respiración de Camila como si fuera la última. Mi mamá lloraba en silencio al otro lado de la cama. Cuando amaneció y los doctores dijeron que Camila estaba estable pero necesitaría semanas de recuperación, sentí alivio… pero también miedo. Sabía lo que venía después: mi mamá no podía dejar su trabajo en el mercado; mi papá apenas ganaba lo suficiente como guardia de seguridad nocturno; yo era la única que podía cuidar a Camila durante el día.
Esa tarde, mientras tomábamos café frío en el pasillo del hospital, mi mamá me lo dijo sin rodeos:
—Vas a tener que dejar la universidad por un tiempo. No hay otra opción.
Sentí rabia e impotencia.
—Mamá, he luchado tanto para llegar hasta aquí… ¿Por qué siempre tengo que ser yo la que sacrifica todo?
Ella me miró con cansancio y tristeza.
—Porque eres la mayor. Porque eres mujer. Porque así es la vida aquí, Mariana.
No dije nada más. Sabía que discutir era inútil. En Honduras —como en tantos países de Latinoamérica— las hijas mayores cargamos con todo: los hermanos pequeños, las enfermedades, los problemas económicos… nuestros sueños siempre van al final de la lista.
Pasaron los días y me convertí en enfermera improvisada: le daba las medicinas a Camila, le preparaba sopas, le leía cuentos para distraerla del dolor. Mis amigas me escribían preguntando cuándo volvería a clases; los profesores me enviaban tareas que nunca tenía tiempo de hacer.
Una noche, mientras lavaba los platos, escuché a mis padres discutir en voz baja:
—No es justo para Mariana —decía mi papá—. Ella tiene derecho a estudiar.
—¿Y quién va a cuidar a Camila? ¿Tú? —respondió mi mamá con amargura—. Yo no puedo dejar el puesto en el mercado; si no vendo hoy, no comemos mañana.
Me senté en el suelo de la cocina y lloré en silencio. Sentí rabia contra ellos, contra Dios, contra este país donde las mujeres siempre tenemos que elegir entre nuestros sueños y nuestra familia.
Un día recibí un mensaje de Valeria:
«No te rindas, Mari. Si necesitas ayuda con las tareas o hablar con alguien, aquí estoy».
Ese mensaje me dio fuerzas para seguir adelante. Empecé a estudiar por las noches cuando todos dormían; copiaba apuntes prestados; hacía trabajos a mano porque no tenía computadora propia. Me sentía agotada y sola… pero también orgullosa de no rendirme del todo.
Camila mejoró poco a poco. Cuando por fin pudo volver a caminar sin ayuda, lloramos juntas abrazadas en la sala de nuestra casa humilde.
Un domingo por la tarde, mientras preparábamos tortillas juntas, mi mamá se acercó y me abrazó fuerte por primera vez en años.
—Perdóname por pedirte tanto… Eres más fuerte de lo que yo nunca fui —me dijo al oído.
No supe qué responderle. Solo lloré en silencio mientras amasaba la masa caliente entre mis manos cansadas.
Hoy he vuelto a clases. No fue fácil recuperar el tiempo perdido; algunos profesores fueron comprensivos, otros no tanto. Pero aquí estoy: luchando cada día por mis sueños y por mi familia.
A veces me pregunto: ¿Hasta cuándo las mujeres tendremos que elegir entre nuestros sueños y nuestras familias? ¿Cuándo llegará el día en que podamos ser libres para decidir nuestro propio destino?
¿Ustedes qué piensan? ¿Han tenido que sacrificar algo importante por su familia alguna vez?