El misterio de la habitación 207: Secretos bajo la luz de Madrid

—¡No puede ser!— exclamó Carmen, con la voz quebrada y los ojos llenos de lágrimas, mientras apretaba el test de embarazo entre las manos. —Te juro, Javier, que no entiendo nada. No he estado con nadie… ¡nadie!—

Me quedé mirándola, sintiendo cómo el peso de la incredulidad me aplastaba el pecho. Era la tercera vez en seis meses que una enfermera del turno de noche venía a mi despacho con la misma noticia. Y todas, todas, habían pasado largas horas cuidando a Daniel, nuestro paciente en coma desde hacía más de tres años en la habitación 207 del Hospital General de Madrid.

Daniel era un hombre joven, bombero, que había caído desde un tercer piso intentando salvar a una familia en Lavapiés. Su historia había salido en los periódicos y, desde entonces, su habitación se llenaba de flores cada Navidad y cartas de desconocidos. Pero él seguía allí, inmóvil, con ese rostro sereno que parecía dormir un sueño sin fin. Las enfermeras decían que daba paz estar a su lado. Pero ahora… ahora algo no cuadraba.

Al principio pensé que era casualidad. En España, los hospitales son como pueblos pequeños: todo se sabe, todo se comenta. Pero cuando la cuarta enfermera, Lucía, una mujer casada y madre de dos hijos, vino a verme con la misma confesión y el mismo miedo en los ojos, supe que no podía seguir ignorando lo que estaba pasando.

Las conversaciones en la cafetería del hospital se volvieron susurros nerviosos. Algunos decían que era cosa de brujería —“Esto parece cosa de meigas”, murmuraba la señora Rosario, la auxiliar más veterana—. Otros hablaban de gases raros o medicamentos experimentales. Yo mismo mandé analizar el aire y revisar los protocolos de medicación. Nada. Todo estaba en orden.

Pero las coincidencias eran demasiadas. Todas las enfermeras afectadas habían trabajado turnos largos en la habitación 207. Todas aseguraban no haber tenido relaciones fuera del trabajo en meses. Algunas estaban casadas, otras solteras; todas igual de confusas y asustadas.

La presión empezó a crecer. La dirección del hospital me exigía respuestas. Los rumores llegaron a los medios locales: “¿Qué pasa en el General de Madrid?” titulaba un artículo sensacionalista. Las familias de las enfermeras empezaron a sospechar y a exigir explicaciones. En España, la familia lo es todo; el honor y la vergüenza se sienten como una losa sobre los hombros.

Una noche de viernes, después de otro día interminable de preguntas sin respuesta, tomé una decisión desesperada. Esperé a que terminara el turno de noche y entré solo en la habitación 207. El aire olía a desinfectante y a colonia barata —alguna enfermera debía haber dejado su perfume flotando en el ambiente—. Daniel seguía igual: inmóvil, respirando gracias a las máquinas.

Saqué una pequeña cámara que había conseguido gracias a un amigo policía —en España todo se consigue con un favor— y la escondí entre los libros de la estantería frente a la cama. Me sentí sucio, como si estuviera traicionando la confianza de todos. Pero necesitaba saber qué estaba pasando.

Durante días revisé las grabaciones sin encontrar nada extraño: enfermeras cambiando sábanas, ajustando goteros, hablando en voz baja sobre sus hijos o sus problemas con el alquiler —la vida en Madrid no es fácil para nadie—. Pero una noche, algo cambió.

En la pantalla vi a Marta, una enfermera joven y risueña que siempre traía churros para el desayuno del equipo. Se acercó a Daniel como siempre, le habló al oído —una costumbre que tenían todas— y le acarició la mano. De repente, las luces parpadearon y la cámara captó un leve movimiento: Daniel abrió los ojos durante apenas un segundo y susurró algo ininteligible. Marta se quedó paralizada, como hipnotizada. Luego salió de la habitación sin recordar nada al día siguiente.

Llamé a la policía presa del pánico. Cuando llegaron y revisaron las grabaciones conmigo, todos nos quedamos helados. No había explicación lógica ni científica para lo que habíamos visto. ¿Era posible que Daniel estuviera consciente solo durante esos breves instantes? ¿Podía influir en las enfermeras de alguna manera misteriosa?

El hospital se convirtió en un hervidero de miedo y superstición. Las familias exigieron respuestas; algunos pacientes pidieron ser trasladados; las enfermeras se negaron a entrar solas en la habitación 207.

A día de hoy sigo sin entender qué ocurrió realmente aquella noche ni por qué tantas vidas cambiaron para siempre tras cuidar a Daniel. ¿Hasta dónde puede llegar el misterio cuando lo cotidiano se convierte en inexplicable? ¿Y si hay cosas que nunca deberíamos intentar comprender?

¿Vosotros qué haríais si os encontrarais ante un secreto tan grande? ¿Hasta dónde estaríais dispuestos a llegar por descubrir la verdad?