El perfume que destapó la verdad: una familia rota en Madrid
—¡Pero, Lucía! ¿Qué demonios haces? —grité, viendo cómo mi hermana agitaba el frasco de colonia sobre la cara de mi hijo, Pablo, que apenas tenía seis años.
El niño chilló, llevándose las manos a los ojos. El aroma intenso de la colonia de lavanda llenó el salón, mezclándose con el llanto desesperado de Pablo. Mi madre, sentada en el sofá con su taza de café, soltó una carcajada seca.
—Si ahora se queda ciego, igual ni se entera de que es una carga —dijo, sin apartar la vista del televisor.
Mi padre, desde la mesa camilla, añadió con sorna:
—Al menos ahora huele bien, ¿no?
Sentí cómo la rabia me subía por la garganta. ¿Cómo podían reírse? ¿Cómo podían bromear así con el dolor de mi hijo? Corrí al baño con Pablo en brazos, intentando calmarlo mientras le lavaba los ojos con agua fría. El niño temblaba y sollozaba, repitiendo entre hipidos:
—Mamá, me duele… me duele mucho…
Mientras le secaba la cara, recordé todas las veces que mis padres habían hecho comentarios hirientes sobre Pablo. Que si era demasiado sensible, que si no servía para el fútbol como los demás niños del barrio, que si siempre estaba en las nubes. En Lavapiés, donde crecimos, la familia lo es todo… o eso dicen. Pero en la nuestra, las bromas pesadas y las críticas eran el pan de cada día.
Volví al salón con Pablo abrazado a mi cintura. Lucía miraba al suelo, sin atreverse a levantar la vista. Mi madre seguía con su café y mi padre hojeaba el periódico deportivo.
—¿Os parece normal lo que habéis hecho? —pregunté, con la voz temblorosa—. ¿De verdad pensáis que esto es gracioso?
Mi madre resopló.
—Ay, hija, no seas tan dramática. En mis tiempos nos hacíamos cosas peores y aquí estamos todos tan campantes.
—Pues igual por eso estamos todos tan rotos —solté sin pensar.
El silencio cayó como una losa. Mi padre bajó el periódico y me miró con esos ojos fríos que siempre usaba cuando alguien le llevaba la contraria.
—No empieces con tus tonterías de psicólogos y esas modernidades —dijo—. Aquí se ha criado gente dura, no blandengues.
Pablo seguía temblando. Lo abracé más fuerte y sentí cómo una lágrima me caía por la mejilla. Recordé las fiestas familiares en casa de los abuelos, los domingos de paella y risas… pero también los gritos, los reproches y las bromas crueles que siempre terminaban hiriendo a alguien.
Esa noche no pude dormir. Escuchaba a Pablo respirar a mi lado y me preguntaba si algún día podría protegerlo de verdad. Si podría romper el ciclo de sarcasmo y desprecio que parecía pasar de generación en generación en nuestra familia.
Al día siguiente llevé a Pablo al centro de salud. Por suerte no había daño permanente en sus ojos, pero el susto no se nos fue en semanas. Lucía me escribió un mensaje pidiendo perdón. Decía que no pensó que fuera para tanto, que solo quería gastar una broma como las que nos hacíamos de pequeños.
Pero yo ya no era una niña. Y Pablo tampoco merecía crecer pensando que el amor duele o que la familia es un lugar donde uno tiene que aguantarlo todo por tradición.
Esa tarde recogí mis cosas y las de Pablo. Mi madre me miró desde la puerta de la cocina.
—¿De verdad te vas a ir por una tontería?
La miré a los ojos y sentí una mezcla de tristeza y alivio.
—No es solo por esto, mamá. Es por todo lo que nunca hemos querido ver.
Salí del piso con Pablo de la mano, bajando las escaleras antiguas del edificio mientras escuchaba el bullicio de Madrid colándose por las ventanas abiertas. Sentí miedo al futuro, pero también una extraña esperanza.
Ahora, cada vez que huelo colonia de lavanda, recuerdo aquel día en el salón familiar. Me pregunto si algún día podré perdonarles… o si es mejor aprender a quererme lejos del ruido y las bromas crueles.
¿De verdad es tan difícil romper con lo que nos hace daño aunque venga de quienes más deberían cuidarnos? ¿Cuántas familias esconden heridas bajo el disfraz de la tradición?