El peso de los secretos: una tarde en la oficina

—¿Por qué me haces esto, mamá? —la voz de mi hija, Valeria, retumba en mi cabeza mientras releo el mensaje que acaba de llegar a mi celular. El sudor me corre por la frente, aunque el aire acondicionado de la oficina está a todo lo que da. Aprieto el botón de «Enviar» en el correo que acabo de redactar para mi jefe, Don Ernesto, y siento que el peso del día me aplasta.

Ya es hora de ir por un café. Me levanto del escritorio, cierro la bandeja de entrada y camino hacia la sala de descanso. Allí está sola Karina, mordiéndose las uñas y mirando al vacío. Siempre he preferido no meterme en los problemas ajenos, pero hoy siento que no puedo evitarlo. Me acerco y le pregunto:

—¿Todo bien, Kari?

Ella me mira con los ojos rojos, como si hubiera estado llorando toda la mañana. Asiente, pero sé que miente. En esta oficina todos aprendimos a mentir para sobrevivir. Yo misma llevo años ocultando que mi matrimonio con Ricardo es solo una fachada para que mis padres no se avergüencen en el barrio.

Karina suspira y me dice en voz baja:

—Magda, ¿alguna vez sentiste que todo lo que hacés es para los demás y nunca para vos?

No sé qué responderle. Siento un nudo en la garganta porque esa pregunta me persigue desde hace años. Desde que dejé mi pueblo en Jalisco para venirme a la Ciudad de México, he vivido para cumplir expectativas ajenas: las de mis padres, las de Ricardo, las de mi hija Valeria, y ahora las de Don Ernesto.

Karina se seca las lágrimas con una servilleta y se levanta para salir. Me quedo sola con mi café frío y mis pensamientos. De repente, escucho el sonido de un mensaje nuevo en mi celular. Es Valeria otra vez:

—Mamá, ¿vas a venir hoy? Papá dijo que no te espera.

Siento cómo se me parte el alma. Ricardo y yo llevamos meses durmiendo en cuartos separados. Él llega tarde del trabajo y yo finjo dormir para no discutir. Valeria lo sabe todo, aunque intentamos ocultárselo. Pero los niños siempre saben más de lo que decimos.

Regreso a mi escritorio y veo a Don Ernesto hablando por teléfono en su oficina. Su voz retumba por el pasillo:

—¡No me importa si es tu prima! Si no cumple con los reportes, se va.

Todos bajamos la cabeza cuando pasa cerca. Nadie quiere ser el siguiente en la lista negra. Yo misma estoy a punto de perder el empleo si no entrego el informe antes del viernes.

Mientras intento concentrarme, mi mente viaja al pasado. Recuerdo cuando llegué a la ciudad con una maleta vieja y un sueño: darle una vida mejor a Valeria. Pero la ciudad me devoró poco a poco. El tráfico, la inseguridad, los sueldos bajos… y la soledad. Ricardo cambió; yo también cambié. Nos fuimos distanciando hasta convertirnos en extraños bajo el mismo techo.

A las cinco de la tarde recibo una llamada inesperada. Es mi madre desde Guadalajara:

—Mijita, tu papá está enfermo otra vez. ¿No puedes venir este fin de semana?

Siento ganas de gritarle que no puedo con más responsabilidades, pero solo le digo que haré lo posible. Cuelgo y me echo a llorar sobre el teclado. Karina regresa y me ve así; se sienta a mi lado sin decir nada. A veces el silencio es el mejor consuelo.

De pronto escuchamos gritos en la oficina de Don Ernesto. Es su sobrina, Lucía, quien también trabaja aquí por «palancas» familiares.

—¡No tienes derecho a tratarme así! —grita Lucía— ¡Solo porque soy tu sobrina no significa que puedas humillarme!

Todos nos quedamos quietos, escuchando la pelea tras la puerta cerrada. Sé que Lucía tiene razón; aquí nadie es tratado con respeto. Pero nadie se atreve a decirlo en voz alta.

Cuando termina la jornada, recojo mis cosas y salgo al pasillo. Karina me alcanza antes de llegar al elevador.

—Magda, ¿quieres ir por unas chelas? —me pregunta con una sonrisa triste.

Dudo unos segundos, pero acepto. Necesito hablar con alguien antes de volver a casa y enfrentar otra noche silenciosa con Ricardo.

En la cantina del barrio nos sentamos junto a una ventana rota por donde entra el ruido del tráfico y los vendedores ambulantes gritando sus ofertas.

—¿Sabes? —me dice Karina— A veces pienso en renunciar e irme lejos… pero tengo miedo.

La entiendo perfectamente. Yo también tengo miedo: miedo a perder el trabajo, miedo a quedarme sola, miedo a decepcionar a todos los que esperan algo de mí.

Bebo un trago largo y le confieso:

—Yo también tengo miedo… pero ya no quiero seguir viviendo así.

Karina me toma la mano y por primera vez en mucho tiempo siento que alguien me comprende.

Regreso a casa tarde esa noche. Ricardo está viendo la televisión en silencio; Valeria duerme en su cuarto con la puerta entreabierta. Me siento junto a él en el sofá y le digo:

—Ricardo… tenemos que hablar.

Él apaga la televisión sin mirarme.

—Ya sé lo que vas a decir —responde— Pero no sé si tengo fuerzas para seguir fingiendo.

Nos quedamos callados un rato largo. Finalmente le digo:

—No quiero seguir haciéndonos daño ni a nosotros ni a Valeria.

Él asiente y por primera vez en meses veo lágrimas en sus ojos.

Esa noche duermo poco. Pienso en mi hija, en mis padres lejos, en Karina y sus miedos, en Lucía enfrentando al jefe… Pienso en todas las mujeres como yo que cargan con el peso de los secretos y las expectativas ajenas.

Al día siguiente llego temprano a la oficina y encuentro a Karina esperándome con dos cafés calientes.

—Hoy es un nuevo día —me dice sonriendo tímidamente.

La abrazo fuerte porque sé que juntas podemos empezar a cambiar algo, aunque sea pequeño.

A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres más estarán viviendo lo mismo? ¿Cuántas veces callamos por miedo? ¿Y si hoy fuera el día en que decidiéramos hablar?