El precio de la armonía: una mañana cualquiera en la oficina

—¡Buenos días! —gruñí, apenas cruzando la puerta de la oficina y tirando mi bolso sobre el escritorio. Ni siquiera miré a mis compañeras, solo encendí la computadora y me hundí en la silla, como si pudiera desaparecer entre los archivos y las notificaciones que parpadeaban en la pantalla.

—Buenos días, Mariana —me respondieron Sofía y Valeria, intercambiando una mirada rápida, de esas que dicen más que mil palabras. Sabían que algo no andaba bien. Yo, la que siempre llegaba contando chistes o trayendo pan dulce para todos, hoy era una sombra bajo el cielo gris de Ciudad de México.

El aire olía a café recalentado y a humedad. Afuera, la lluvia caía fina, pegajosa, como si quisiera colarse por las ventanas. Me sentía igual: empapada por dentro, con el alma hecha un nudo.

—¿Todo bien en casa? —preguntó Sofía, con esa voz suave que usa cuando sabe que algo duele.

No respondí. Solo apreté los labios y fingí revisar unos correos. Pero por dentro, el corazón me latía tan fuerte que sentía que todos podían oírlo. ¿Cómo explicarles que anoche mi mamá volvió a llorar porque no alcanza para pagar la renta? ¿O que mi hermano menor, Emiliano, quiere dejar la prepa porque dice que es una pérdida de tiempo?

—Mariana, ¿me puedes ayudar con el reporte de ventas? —insistió Valeria, tratando de romper el hielo.

—Sí, sí… ahora te ayudo —respondí sin mirarla. Pero mi mente estaba lejos, atrapada en el pequeño departamento donde vivimos los cuatro: mamá, Emiliano, mi abuela y yo. Papá se fue hace años y desde entonces todo recae sobre mis hombros.

La oficina seguía su rutina: teléfonos sonando, teclas golpeando, risas lejanas. Pero yo solo escuchaba el eco de las palabras de mi mamá anoche:

—No sé cómo le vamos a hacer este mes, hija. Ya no quiero pedirle más favores a tu tía.

Me mordí el labio para no llorar. No podía darme ese lujo aquí. No frente a todos. Así que respiré hondo y traté de concentrarme en el Excel que tenía abierto.

—¿Segura que estás bien? —insistió Sofía, acercándose un poco más.

—Sí… solo estoy cansada —mentí.

Pero la verdad era otra: estaba agotada de fingir que todo está bien. De ser la fuerte. De cargar con los sueños rotos de mi familia y los míos propios. ¿Cuándo fue la última vez que pensé en mí? Ni siquiera lo recordaba.

A media mañana, el jefe entró con su habitual energía:

—¡Equipo! Necesito los reportes antes del mediodía. Y recuerden: este mes hay recorte de personal. Solo los mejores se quedan.

Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. ¿Y si me tocaba a mí? ¿Qué haríamos entonces? Cerré los ojos un segundo y recé en silencio, como me enseñó mi abuela: “Virgencita, ayúdame a no perder este trabajo”.

El resto del día fue una batalla contra el reloj y contra mis propios pensamientos. Cada vez que sonaba el teléfono, saltaba del susto. Cada vez que veía al jefe pasar cerca de mi escritorio, sentía que me faltaba el aire.

A la hora de la comida, Sofía me invitó a salir por unos tacos al puesto de la esquina. Dudé un momento, pero al final acepté. Necesitaba distraerme aunque fuera un rato.

—¿Qué te pasa, Mariana? —preguntó mientras esperábamos nuestro pedido—. No eres tú hoy.

La miré a los ojos y sentí que se me quebraba la voz:

—No sé cuánto más voy a aguantar…

Sofía me tomó la mano con fuerza:

—No tienes que cargar sola con todo. ¿Por qué no hablas con tu mamá? Tal vez puedan buscar ayuda juntas.

Negué con la cabeza:

—Ella ya tiene suficiente con lo suyo. No quiero preocuparla más.

—¿Y tú? ¿Quién te cuida a ti?

Esa pregunta me dolió más que cualquier otra cosa. Porque la respuesta era simple: nadie. Yo cuido a todos, pero nadie me cuida a mí.

Regresamos a la oficina en silencio. El resto de la tarde pasó lento, como si el tiempo se arrastrara solo para torturarme un poco más.

Al salir del trabajo, caminé bajo la lluvia hasta el metro. El agua fría me empapó los pies y sentí ganas de gritarle al mundo entero: “¡Ya basta!” Pero solo apreté el paso y llegué a casa empapada y temblando.

Mi mamá estaba sentada en la mesa con una carta en las manos. Cuando me vio entrar, intentó sonreír pero sus ojos estaban rojos.

—Llegó esto del casero —dijo en voz baja—. Nos da hasta fin de mes para pagar o nos echa.

Me senté frente a ella y le tomé las manos:

—Vamos a salir adelante, mamá… te lo prometo.

Pero ni yo misma creía mis palabras.

Esa noche no pude dormir. Me quedé mirando el techo mientras escuchaba a Emiliano roncar en el cuarto de al lado y a mi abuela rezar bajito en su cama. Pensé en todo lo que había sacrificado: mis estudios truncos, mis sueños de viajar, incluso mi relación con Daniel, que terminó porque nunca tenía tiempo ni energía para él.

Al día siguiente volví a la oficina con los ojos hinchados pero decidida a no dejarme vencer. Cuando el jefe anunció quiénes se quedaban tras el recorte, sentí que el corazón se me salía del pecho.

—Mariana Ramírez… te quedas —dijo sin emoción.

Casi me desmayé del alivio. Pero al mirar alrededor y ver las caras tristes de quienes sí perdieron su trabajo, sentí una mezcla amarga de culpa y gratitud.

Esa tarde hablé con mi mamá y le propuse buscar juntas un segundo empleo o vender comida los fines de semana. Por primera vez en mucho tiempo vi una chispa de esperanza en sus ojos.

La vida sigue siendo dura. Nada ha cambiado mágicamente. Pero ahora sé que no tengo que cargar sola con todo. Que está bien pedir ayuda. Que también merezco soñar.

A veces me pregunto: ¿cuántas Marianas hay allá afuera fingiendo ser fuertes mientras se rompen por dentro? ¿Hasta cuándo vamos a seguir callando por miedo o vergüenza?

¿Y tú? ¿Alguna vez has sentido que el peso del mundo está sobre tus hombros?