El precio de la felicidad

—¡Martín, ya basta! ¿Vas a seguir perdiendo el tiempo ahí tirado? —La voz de mi madre retumbó desde la cocina, cortando el silencio que intentaba construir a mi alrededor.

No respondí. Cerré los ojos y traté de concentrarme en los sonidos que venían de la calle: el claxon de un colectivo, el pregón de una señora vendiendo tamales, el llanto lejano de un niño. Mi cuerpo se hundía en el sofá, ese mismo que mi papá compró cuando todavía vivía con nosotros, antes de que se fuera con la otra mujer. Desde entonces, la casa se llenó de gritos y reproches, y yo aprendí a esconderme en mis pensamientos.

—¡Martín! ¿Me oíste? —insistió mi madre, golpeando una olla contra la estufa.

—Sí, ma, ya voy —respondí sin ganas, pero no me moví.

Afuera, la Ciudad de México seguía su rutina frenética. Los vecinos discutían en el departamento de al lado, y podía escuchar cómo la señora Carmen le reclamaba a su esposo por llegar borracho otra vez. Me pregunté si en algún lugar de este edificio alguien era realmente feliz, o si todos fingíamos para no sentirnos tan solos.

Mi hermana menor, Valeria, entró corriendo a la sala. Tenía los ojos hinchados de tanto llorar.

—Mamá dice que bajes la basura —me dijo, con la voz temblorosa.

La miré y sentí una punzada de culpa. Ella era la única que todavía creía que las cosas podían mejorar, que papá iba a volver y que mamá dejaría de estar enojada todo el tiempo. Me levanté, tomé la bolsa de basura y salí al pasillo. El olor a humedad y a comida vieja me golpeó en la cara. Bajé las escaleras, esquivando a los niños que jugaban fútbol con una botella de plástico.

En la calle, el aire era denso y caliente. Caminé hasta el contenedor y lancé la bolsa con fuerza, como si pudiera deshacerme de todo lo que me pesaba. Me quedé un momento mirando el cielo gris, preguntándome si algún día podría salir de aquí, si podría encontrar mi propio camino sin sentirme culpable por dejar a mi familia atrás.

Cuando regresé, mi madre estaba sentada en la mesa, fumando un cigarro. Tenía la mirada perdida y las manos temblorosas.

—¿Por qué no puedes ser como los hijos de la señora Luisa? Ellos sí ayudan en su casa, sí estudian, sí tienen metas —me dijo sin mirarme.

—No soy ellos, ma —respondí, sintiendo cómo la rabia me subía por la garganta.

—¡Pues deberías! —gritó, aplastando el cigarro en el cenicero.

Valeria se escondió detrás de la puerta. Yo apreté los puños y salí de nuevo, esta vez sin rumbo. Caminé por las calles del barrio, esquivando los puestos de tacos y los vendedores ambulantes. Pensé en mi papá, en cómo se fue sin mirar atrás, en cómo yo era ahora el hombre de la casa aunque nadie me lo hubiera preguntado.

Llegué al parque y me senté en una banca. Saqué mi celular y vi los mensajes de mis amigos invitándome a una fiesta. No tenía ganas de ir, pero tampoco quería volver a casa. Me quedé ahí, viendo a los niños jugar, a las parejas discutir, a los ancianos alimentar a las palomas. Todos parecían estar luchando sus propias batallas.

De pronto, sentí una mano en mi hombro. Era Diego, mi mejor amigo desde la secundaria.

—¿Qué onda, güey? ¿Por qué tan agüitado? —me preguntó, sentándose a mi lado.

—Nada, lo de siempre. Mi mamá, la casa, todo —le respondí, encogiéndome de hombros.

—Ya vente a la fiesta, aunque sea para distraerte. No puedes vivir así, Martín. Tienes que buscar tu felicidad, aunque a tu mamá no le guste —me dijo, mirándome con seriedad.

—¿Y si me voy y todo empeora? ¿Y si Valeria me necesita? —pregunté, sintiendo el peso de la responsabilidad aplastándome.

—No puedes cargar con todo tú solo. Tu mamá tiene que entender que tú también tienes derecho a vivir tu vida —insistió Diego.

Me quedé callado. Sabía que tenía razón, pero el miedo a defraudar a mi familia era más fuerte que cualquier deseo de libertad. Nos quedamos en silencio, viendo cómo el sol comenzaba a ocultarse detrás de los edificios.

Esa noche, al regresar a casa, encontré a mi madre dormida en la mesa y a Valeria haciendo la tarea en silencio. Me senté a su lado y le acaricié el cabello.

—¿Tú crees que algún día todo va a estar bien? —me preguntó en voz baja.

—No lo sé, Vale. Pero voy a hacer todo lo posible para que así sea —le respondí, aunque no estaba seguro de creerlo.

Pasaron los días y la tensión en casa no hacía más que crecer. Mi madre perdió su trabajo en la fonda y comenzó a vender comida en la calle. Yo conseguí un empleo de medio tiempo en una papelería, pero el dinero nunca alcanzaba. Las discusiones se volvieron más frecuentes y más violentas. Una noche, después de una pelea especialmente dura, mi madre me gritó que era un inútil, que nunca iba a lograr nada en la vida.

Esa noche, salí de casa sin rumbo. Caminé hasta la azotea del edificio y me senté al borde, mirando las luces de la ciudad. Pensé en saltar, en acabar con todo, pero el rostro de Valeria apareció en mi mente y me detuve. Lloré como no lo había hecho en años, dejando que el dolor saliera de mi cuerpo.

Al día siguiente, Diego vino a buscarme. Me llevó a su casa y me ofreció quedarme con él un tiempo. Su familia me recibió con los brazos abiertos, como si fuera uno más. Por primera vez en mucho tiempo, sentí un poco de paz.

Con el tiempo, conseguí una beca para estudiar en la universidad. Trabajaba de día y estudiaba de noche. Mi madre nunca me perdonó por irme, pero Valeria me visitaba cada semana y me contaba cómo iban las cosas en casa. A veces, cuando la soledad me golpeaba, pensaba en regresar, pero sabía que tenía que seguir adelante.

Hoy, años después, tengo un trabajo estable y puedo ayudar a mi hermana. Mi madre sigue sin hablarme, pero aprendí a vivir con esa herida. Entendí que la felicidad tiene un precio y que a veces hay que perderlo todo para encontrarse a uno mismo.

A veces me pregunto: ¿vale la pena sacrificar la familia por buscar la propia felicidad? ¿O es posible encontrar un equilibrio sin perderse en el intento? ¿Ustedes qué harían en mi lugar?