El precio de la libertad: una noche en el barrio San Martín
—¡Mamá! ¿No viste la carpeta azul con los papeles del préstamo? ¡La dejé aquí, sobre la mesa! —grité, con la voz quebrada por el miedo y la rabia. El trueno retumbó afuera, haciendo temblar los vidrios de nuestra casa en el barrio San Martín, en las afueras de Buenos Aires. Mi madre, Marta Elena, ni se inmutó. Seguía pelando papas en la cocina, como si nada pasara.
—¿Una carpeta azul? Sí, hijo, la vi toda sucia y rota. La tiré a la basura esta mañana. ¿Por qué tanto escándalo?—me respondió sin mirarme, como si no supiera que esa carpeta era lo único que nos separaba de perder la casa.
Sentí cómo el piso se abría bajo mis pies. Corrí al tacho de basura, revolví entre cáscaras y restos de comida, pero ya era tarde: el camión de la basura había pasado hacía horas. Me desplomé en el suelo, con las manos llenas de mugre y el corazón hecho trizas.
—¡No puede ser! ¡Eran los papeles del préstamo! ¡Sin eso, el banco nos va a sacar la casa! —le grité, con lágrimas en los ojos.
Mi madre soltó el cuchillo y se dio vuelta, por fin mirándome a los ojos. Vi en su mirada algo que nunca había visto: miedo. Pero también orgullo.
—¿Y qué querés que haga ahora? ¿Acaso no te dije que no te metas con esa gente? ¿No te advertí que los bancos sólo traen desgracias? —me dijo, con la voz temblorosa pero firme.
—¡No teníamos otra opción! Papá se fue y nos dejó con las cuentas sin pagar. Si no conseguía ese préstamo, nos cortaban la luz y el agua. ¡Vos nunca entendés! —le respondí, sintiendo cómo la rabia me quemaba por dentro.
El silencio se hizo pesado entre nosotros. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de chapa como si quisiera entrar y arrasar con todo. Mi hermana menor, Lucía, apareció en la puerta del cuarto, abrazando su peluche.
—¿Por qué gritan? —preguntó con voz temblorosa.
Me acerqué y la abracé fuerte. No podía dejar que ella sufriera por nuestros errores. Pero ya era tarde: todos en esa casa estábamos atrapados en una tormenta mucho más grande que la de afuera.
Esa noche no dormí. Me quedé sentado en la mesa del comedor, mirando la mancha de humedad en el techo y pensando en todo lo que habíamos perdido. Recordé a mi padre, Jorge Luis, cuando todavía vivía con nosotros. Siempre decía que algún día íbamos a salir adelante, que sólo había que tener fe. Pero un día se fue sin decir adiós y nunca más supimos de él.
A la mañana siguiente, fui al banco con las manos vacías y el alma rota. El gerente, un hombre gordo y sudoroso llamado Don Rubén, me miró por encima de sus anteojos.
—Sin esos papeles no puedo hacer nada, muchacho. Las reglas son las reglas —me dijo, encogiéndose de hombros.
Salí del banco sintiendo que el mundo se me venía encima. Caminé por las calles embarradas del barrio, viendo a los vecinos pelear por un poco de agua o discutir por las cuentas impagas. Todos estábamos igual: sobreviviendo como podíamos.
Esa tarde, cuando volví a casa, encontré a mi madre llorando en silencio en la cocina. Me senté a su lado y por primera vez en mucho tiempo hablamos sin gritos ni reproches.
—Perdóname, hijo. Yo sólo quería protegerte… Protegernos. Cuando vi esa carpeta tan sucia pensé que era una más de tus cosas viejas… No sabía lo importante que era —me dijo entre sollozos.
La abracé fuerte. Sentí su cuerpo temblar como una hoja al viento. En ese momento entendí que ella también tenía miedo. Miedo de perderlo todo, miedo de quedarse sola, miedo de no poder protegernos.
Pasaron los días y la noticia corrió rápido por el barrio: íbamos a perder la casa. Los vecinos vinieron a ofrecernos ayuda: Doña Rosa nos trajo pan casero; Don Ernesto me ofreció trabajo en su taller; hasta los chicos del club organizaron una rifa para juntar plata.
Pero lo más difícil fue enfrentar a mi hermana Lucía cuando me preguntó si íbamos a tener que dormir en la calle.
—No, Lu… Vamos a estar juntos pase lo que pase —le prometí, aunque ni yo mismo lo creía.
Una noche, mientras cenábamos arroz con huevo —lo único que quedaba en la despensa— mi madre rompió el silencio:
—Hay algo que nunca te conté…
La miré sorprendido. Sus ojos estaban rojos de tanto llorar.
—Tu papá… No se fue porque quiso. Lo amenazaron por una deuda vieja. Por eso tuve tanto miedo cuando trajiste esos papeles del banco… Pensé que todo iba a empezar de nuevo —confesó entre lágrimas.
Sentí un nudo en la garganta. Toda mi vida había creído que mi padre nos había abandonado por cobardía o desamor. Ahora entendía que había sido víctima de las mismas deudas y amenazas que ahora nos perseguían a nosotros.
Esa noche soñé con él: lo vi parado en la puerta de casa, mirándonos desde lejos con tristeza y amor. Me desperté llorando como un niño.
Al día siguiente tomé una decisión: no iba a dejar que el miedo nos destruyera como destruyó a mi padre. Fui al taller de Don Ernesto y acepté el trabajo. Empecé a vender empanadas con mi hermana en la plaza del barrio. Mi madre empezó a limpiar casas para ayudar con los gastos.
No fue fácil. Hubo días en los que no teníamos ni para el colectivo. Hubo noches en las que dormimos todos juntos en un colchón prestado porque ya nos habían desalojado. Pero nunca dejamos de luchar.
Con el tiempo, los vecinos nos ayudaron a construir una casita nueva en un terreno baldío al final de la calle. No era grande ni lujosa, pero era nuestra. Y sobre todo: estábamos juntos.
Hoy miro atrás y me doy cuenta de todo lo que aprendí. Aprendí que la familia no es perfecta; que todos cometemos errores; que el miedo puede destruirnos o hacernos más fuertes; y que a veces hay que perderlo todo para empezar de nuevo.
A veces me pregunto: ¿cuántas familias más viven atrapadas entre las deudas y el miedo? ¿Cuántos secretos guardamos para protegernos y terminan haciéndonos daño? ¿Vale la pena callar por amor?
¿Ustedes qué harían si tuvieran que elegir entre proteger a su familia o decirles toda la verdad?