El precio de una decisión: Cuando el amor se convierte en arrepentimiento

—No puedo seguir fingiendo, Lucía. Me voy de casa. Estoy enamorado de otra mujer.

El silencio que siguió a mis palabras fue tan denso que sentí cómo el aire se volvía irrespirable en nuestro pequeño piso de Vallecas. Lucía me miró con los ojos abiertos de par en par, como si no entendiera el idioma que hablaba. Nuestros hijos, Marta y Sergio, dormían en la habitación contigua, ajenos al terremoto que acababa de sacudir su mundo.

—¿Cómo puedes hacerme esto, Andrés? ¿Después de veinte años juntos? —su voz temblaba entre rabia y dolor.

No supe qué responder. Llevaba meses convenciéndome de que lo nuestro estaba muerto, de que merecía una segunda oportunidad para ser feliz. Había conocido a Carmen en el trabajo; su risa era contagiosa y su forma de mirarme me hacía sentir joven otra vez. Me aferré a esa sensación como un náufrago a una tabla. Pensé que era amor verdadero.

Esa noche hice las maletas y salí de casa. El portal olía a humedad y soledad. Caminé bajo la lluvia hasta el coche, sintiendo que cada paso era una traición. Carmen me esperaba en su piso de Chamberí con una copa de vino y promesas de una vida mejor.

Al principio todo fue euforia: cenas improvisadas, escapadas a la sierra, noches sin relojes ni responsabilidades. Pero pronto la realidad se impuso. Mis hijos dejaron de contestar mis mensajes. Marta me bloqueó en WhatsApp después de que olvidé su cumpleaños. Sergio me miraba con desprecio cuando iba a recogerlo los domingos, como si fuera un extraño.

—¿Por qué te fuiste, papá? —me preguntó una tarde, sin apartar la vista del móvil.

No supe qué decirle. ¿Cómo explicarle que había cambiado el calor de su abrazo por una ilusión?

Carmen empezó a impacientarse con mi tristeza. No soportaba mis silencios ni mis intentos torpes de acercarme a mis hijos. Una noche, después de una discusión absurda sobre quién debía sacar la basura, me gritó:

—¡No eres el hombre del que me enamoré! ¡Siempre estás pensando en tu familia!

Me di cuenta de que había perdido todo: la confianza de Lucía, el cariño de mis hijos y hasta la pasión que creía haber encontrado en Carmen. El piso se volvió frío y ajeno. Las paredes parecían susurrar reproches cada vez que volvía del trabajo.

Intenté reconstruir puentes con Lucía. Le propuse vernos para hablar, pero ella solo accedió por los niños. En cada encuentro sentía su resentimiento como un muro infranqueable.

—¿De verdad creías que ibas a ser feliz destrozando una familia? —me espetó un día en la cafetería del barrio.

No tenía respuesta. Solo podía pedir perdón una y otra vez, sabiendo que las palabras ya no servían para nada.

Mis padres dejaron de invitarme a las comidas familiares. Mi hermana Ana me llamó egoísta y traidor. En el trabajo, los rumores corrían más rápido que yo: todos sabían que había dejado a mi familia por una compañera más joven.

Las noches se hicieron eternas. Me despertaba sudando, soñando con la risa de mis hijos o con el olor del guiso de Lucía los domingos. Carmen terminó marchándose; dijo que necesitaba a alguien «sin tanto equipaje».

Me quedé solo en un piso alquilado, rodeado de cajas sin abrir y fotos antiguas que no me atrevía a colgar. Empecé a ir al psicólogo porque no podía soportar el peso del remordimiento.

Un día, después de meses sin verlos, Marta aceptó tomar un café conmigo. Tenía los ojos hinchados y la voz dura:

—No sé si podré perdonarte algún día, papá. Pero quiero entender por qué lo hiciste.

Le conté mi versión, entre lágrimas y silencios incómodos. No sé si me creyó o si le sirvió de algo, pero al menos escuchó mi arrepentimiento.

Ahora vivo con la esperanza de recuperar algo del amor perdido, aunque sé que nada volverá a ser igual. Camino por Madrid viendo familias reír en los parques y siento una punzada en el pecho.

A veces me pregunto: ¿Cuántos hombres como yo han confundido deseo con amor verdadero? ¿Vale la pena arriesgarlo todo por una promesa incierta?

¿Y vosotros? ¿Creéis que es posible reparar un corazón roto o hay errores que nos marcan para siempre?