El reencuentro inesperado: Cuando la amistad se convierte en un espejo
—¿Marta? ¿Eres tú?
La voz de Lucía me atravesó como un relámpago en mitad del pasillo de los yogures. No la veía desde hacía medio año, desde aquella última vez en la cafetería de la plaza Mayor, cuando me dijo con una sonrisa forzada: “Estoy muy liada, Marta. Quedamos otro día, ¿vale?”
Me giré, el carrito medio lleno temblando entre mis manos. Lucía estaba igual, pero a la vez distinta: el pelo recogido deprisa, las ojeras marcadas y una expresión que mezclaba sorpresa y algo de culpa.
—¡Lucía! —intenté sonar natural, pero mi voz tembló—. ¡Cuánto tiempo!
Nos abrazamos torpemente, como si no supiéramos bien si debíamos hacerlo o no. El supermercado bullía a nuestro alrededor, pero para mí todo se detuvo en ese instante. Recordé nuestras tardes de confidencias, los paseos por el Retiro, las risas compartidas en la universidad. ¿Cómo habíamos llegado hasta aquí?
—Perdona por no haberte escrito —dijo ella bajando la mirada—. Han sido meses complicados.
—No pasa nada —mentí—. Yo también he estado a mil cosas.
Pero sí pasaba. Me dolía su ausencia, su silencio repentino. Había intentado justificarla: el trabajo, su madre enferma, los niños… Pero en el fondo sentía que me había dejado atrás, como si nuestra amistad fuera prescindible.
—¿Qué tal está tu madre? —pregunté, buscando un terreno seguro.
Lucía suspiró.
—Mejorando poco a poco. Pero ahora es mi padre el que está peor. Y en casa… bueno, ya sabes cómo es esto. —Hizo una pausa—. ¿Y tú? ¿Sigues con Álvaro?
Sentí una punzada. Hacía meses que no hablábamos y ni siquiera sabía que Álvaro y yo habíamos roto.
—No. Lo dejamos en febrero —respondí, intentando que mi voz no se quebrara.
Lucía abrió los ojos sorprendida.
—¡Vaya! No tenía ni idea…
—No te preocupes —dije rápidamente—. Fue lo mejor para los dos.
Un silencio incómodo se instaló entre nosotras. Quise preguntarle por sus hijos, por su trabajo en el hospital, por sus sueños… pero sentí que ya no tenía derecho a hacerlo. Éramos dos desconocidas con recuerdos en común.
De repente, Lucía empezó a hablar deprisa:
—Marta, sé que he estado ausente. Pero es que todo se me ha venido encima: el trabajo, los niños, mis padres… Y a veces siento que no puedo más. Me levanto cada día con una lista interminable de cosas por hacer y cuando llega la noche solo quiero dormir y olvidarme del mundo. No es que no quiera verte, es que no puedo con nada más.
La miré y vi en sus ojos el cansancio y la tristeza que yo misma había sentido tantas veces. Recordé las veces que fui yo quien se encerró en sí misma, quien dejó de contestar mensajes porque el dolor era demasiado grande para compartirlo.
—Te entiendo —le dije suavemente—. Pero me habría gustado saberlo. Me preocupé mucho por ti.
Lucía asintió y se le humedecieron los ojos.
—Lo sé. Y lo siento de verdad. Pero a veces siento que si empiezo a hablar de todo lo que me pasa, me derrumbo y no puedo permitírmelo.
Nos quedamos allí paradas, rodeadas de gente comprando yogures y galletas, mientras el peso de nuestras vidas caía sobre nosotras como una losa invisible.
—¿Quieres tomar un café? —me atreví a preguntar.
Lucía dudó un instante.
—No puedo ahora —dijo bajito—. Tengo que ir a casa de mis padres a llevarles la compra… Pero te prometo que te llamo esta semana. De verdad.
Asentí, aunque no sabía si creerla o no. Nos despedimos con otro abrazo torpe y la vi alejarse por el pasillo, empujando su carrito como si arrastrara el mundo entero tras de sí.
Me quedé allí unos minutos, incapaz de moverme. Sentí rabia, tristeza y una profunda soledad. ¿Era esto la vida adulta? ¿Perder a las personas poco a poco hasta quedarte sola entre pasillos de supermercado?
Al llegar a casa dejé las bolsas en la encimera y me senté en la mesa de la cocina, mirando el móvil en silencio. Ningún mensaje nuevo. Pensé en Lucía, en mí misma, en todas las mujeres que conozco arrastrando cargas invisibles mientras intentan mantenerlo todo a flote.
¿En qué momento dejamos de cuidarnos unas a otras? ¿Por qué nos cuesta tanto pedir ayuda o simplemente decir: «No puedo más»?
Quizá mañana le escriba yo primero. O quizá no. Pero hoy me he dado cuenta de lo fácil que es perderse y lo difícil que es volver a encontrarse.