El Regalo Inesperado del Vecino: Entre la Amabilidad y el Temor

—¿Otra vez flores, Lucía? —La voz de Álvaro retumbó en el pasillo, seca, como si cada palabra pesara una tonelada. Yo estaba aún con el ramo en la mano, el papel celofán crujía entre mis dedos. No supe qué decirle. Me limité a mirar el suelo, sintiendo cómo el rubor me subía por las mejillas.

No era la primera vez. Desde hacía unas semanas, Tomás, el vecino del tercero B, había empezado a dejarme pequeños regalos en la puerta: primero una caja de bombones, luego un libro de poesía de Lorca, y ahora este ramo de margaritas frescas. Al principio pensé que era una cortesía, una de esas costumbres que aún sobreviven en algunos barrios de Madrid, pero pronto noté que sus miradas duraban demasiado y sus palabras eran siempre un poco más dulces de lo necesario.

Álvaro nunca fue celoso, pero desde que Tomás empezó con sus atenciones, algo cambió en él. Llegaba del trabajo y lo primero que hacía era revisar el felpudo, como si esperara encontrar una bomba. Yo intentaba restarle importancia.

—Será que está solo y busca compañía —le dije una noche mientras cenábamos tortilla y ensalada.
—¿Y por eso te regala flores? ¿A ti? ¿No puede invitarme a una caña como hacen los hombres normales?

Me reí nerviosa, pero él no sonrió. El silencio se instaló entre nosotros como un muro invisible.

Una tarde, al volver del supermercado, me crucé con Tomás en el portal. Llevaba una camisa azul planchada y olía a colonia barata.

—Lucía, ¿te han gustado las margaritas? —me preguntó con una sonrisa ladeada.
—Sí, muchas gracias… pero no hacía falta —respondí, intentando sonar amable pero firme.
—Es que me recuerdan a ti —dijo bajando la voz—. Sencillas y alegres.

Sentí un escalofrío. Miré alrededor buscando a alguien más en el portal, pero estábamos solos. Subí las escaleras deprisa, con el corazón desbocado. Al llegar a casa, tiré las flores a la basura antes de que Álvaro pudiera verlas.

Esa noche no dormí bien. Me desperté varias veces pensando en la mirada de Tomás, en su insistencia. ¿Era yo la que estaba exagerando? ¿O había cruzado ya una línea?

Los días siguientes fueron un infierno. Álvaro apenas me hablaba. Se encerraba en el despacho con su portátil y salía solo para comer. Yo sentía la presión en el pecho, como si cada regalo de Tomás fuera una piedra más sobre mi matrimonio.

Una tarde de domingo, mientras preparaba café, escuché voces en el rellano. Era Tomás hablando con mi suegra, Carmen, que había venido a visitarnos. Me asomé por la mirilla y vi cómo le entregaba a Carmen una caja envuelta en papel dorado.

—Para Lucía —dijo Tomás—. Un pequeño detalle.

Carmen entró sonriente.
—¡Qué majo es tu vecino! Siempre tan atento…

No supe qué decirle. Sentí ganas de gritarle que no era majo, que me estaba asfixiando con su amabilidad forzada. Pero me callé.

Esa noche, Álvaro explotó.
—¿Vas a seguir aceptando sus regalos? ¿O prefieres que me vaya yo?

Me quedé helada. Nunca le había visto así. Le miré a los ojos y vi miedo, inseguridad… y algo más: desconfianza.

—No he hecho nada malo —susurré—. No puedo controlar lo que hace Tomás.
—Pero sí puedes ponerle límites —me cortó él—. O lo haces tú o lo hago yo.

La amenaza flotó en el aire como un cuchillo afilado.

Al día siguiente decidí enfrentarme a Tomás. Esperé a que saliera al rellano y le abordé antes de que pudiera decir nada.

—Tomás, necesito pedirte algo —le dije con voz temblorosa—. Por favor, deja de traerme regalos. Me incomoda… y está afectando a mi familia.

Él me miró sorprendido, casi ofendido.
—Solo quería ser amable…
—Lo sé —le interrumpí—. Pero no quiero más regalos. Por favor.

Se encogió de hombros y se marchó sin decir nada más.

Esa noche se lo conté todo a Álvaro. Esperaba que se calmara, que volviera a ser el de antes. Pero algo se había roto entre nosotros. La desconfianza seguía ahí, como una sombra pegajosa.

Pasaron los días y Tomás dejó de saludarme en el portal. Ya no había flores ni bombones ni libros de poesía. Pero tampoco había risas en casa ni cenas tranquilas. Álvaro seguía distante; yo me sentía culpable por algo que no había provocado.

Una tarde encontré a Carmen en la frutería del barrio. Me preguntó por Álvaro y por mí. Le conté lo sucedido entre susurros, esperando comprensión.

—Hija, los hombres son así… pero tú tampoco tienes culpa de ser simpática —me dijo guiñándome un ojo—. Lo importante es que habléis mucho y no dejéis que nadie se meta entre vosotros.

Salí de la tienda con una mezcla de alivio y tristeza. ¿Era tan fácil? ¿Bastaba con hablar para curar las heridas?

Esa noche busqué a Álvaro en el despacho. Me senté frente a él y le cogí la mano.
—No quiero perderte por culpa de un malentendido —le dije—. Te quiero a ti, solo a ti.

Él me miró largo rato antes de responder.
—Yo también te quiero… pero necesito tiempo para confiar otra vez.

Ahora han pasado meses desde aquel episodio. Tomás sigue viviendo enfrente pero ya no cruzamos palabra. Con Álvaro hemos ido reconstruyendo poco a poco nuestra relación, aunque hay días en los que siento que la herida sigue abierta.

A veces me pregunto: ¿Dónde está el límite entre la amabilidad y la invasión? ¿Cuántas veces callamos por miedo a herir o ser juzgadas? ¿Vosotros qué haríais si estuvierais en mi lugar?