El regalo inesperado: El día que mi vida cambió para siempre
—¿Puedes venir un momento al salón, Carmen? —La voz de Manuel sonó extrañamente tensa, como si le costara pronunciar cada palabra. Era mi 60 cumpleaños y la casa olía a tortilla de patatas y a tarta de Santiago. Mi hija Lucía había llamado por la mañana, prometiendo pasar más tarde con los nietos. Yo estaba feliz, o al menos eso creía.
Entré al salón y vi a Manuel de pie junto a la mesa, con una copa de vino en la mano y una sonrisa forzada. Sobre el mantel, una pequeña caja envuelta en papel dorado y una carta blanca. Pensé que sería algún regalo especial, quizá entradas para el teatro o una escapada de fin de semana a la sierra de Gredos, como solía hacer cuando quería sorprenderme.
—Felicidades, Carmen —dijo, tendiéndome la carta.
—¿Qué es esto? —pregunté, sonriendo mientras rompía el sobre.
Pero la sonrisa se me congeló en los labios al leer las primeras palabras: “Demanda de divorcio”. Sentí que el aire se volvía denso, irrespirable. Mis manos temblaban. Miré a Manuel, buscando alguna señal de que todo era una broma de mal gusto.
—¿Esto es una broma? —susurré, incapaz de alzar la voz.
Él bajó la mirada. —Lo siento, Carmen. No podía seguir fingiendo. Hace tiempo que no somos felices…
Las palabras rebotaban en mi cabeza como piedras lanzadas contra un cristal. ¿No éramos felices? ¿Desde cuándo? ¿Por qué no me lo había dicho antes? ¿Por qué hoy?
—¿Por qué hoy? —repetí en voz alta, con lágrimas asomando a mis ojos.
—No hay un buen momento para esto —respondió él, encogiéndose de hombros—. Pero necesitaba hacerlo ya. Por los dos.
Me senté en el sofá, sintiendo que el mundo se desmoronaba bajo mis pies. Recordé los veranos en Benidorm, las Navidades en casa de mi madre en Salamanca, los domingos de paella con los niños… ¿Todo eso no significaba nada?
—¿Hay otra mujer? —pregunté, casi sin querer saber la respuesta.
Manuel dudó un instante antes de asentir.
—Se llama Teresa. La conocí en el club de senderismo. No quería que te enteraras así…
Me tapé la cara con las manos. El dolor era tan intenso que apenas podía respirar. ¿Cómo podía haber sido tan ciega? ¿Cómo no vi las señales? Las salidas cada vez más frecuentes, las noches en las que decía estar cansado y se iba a dormir antes que yo…
—¿Y ahora qué? —pregunté, sintiéndome más sola que nunca.
—He alquilado un piso cerca del trabajo. Me iré esta semana. Lucía ya lo sabe…
—¿Lucía lo sabe? —repetí, incrédula.
—No quería que te quedaras sola hoy… Por eso vendrá luego con los niños.
La rabia me invadió de repente. Me levanté de golpe y le grité:
—¡Eres un cobarde! ¡Después de cuarenta años juntos, me abandonas el día de mi cumpleaños! ¿Eso es lo que valgo para ti?
Manuel no respondió. Se limitó a recoger su chaqueta y salir por la puerta sin mirar atrás.
Me quedé sola en el salón, rodeada de globos y serpentinas que ahora parecían burlarse de mí. El reloj marcaba las seis y media. En dos horas llegaría Lucía con los niños, y yo tendría que fingir que todo estaba bien, que no me acababan de arrancar el corazón.
Me encerré en el baño y lloré hasta quedarme sin fuerzas. Recordé mi juventud en Valladolid, cuando conocí a Manuel en la universidad. Él era divertido, apasionado por la historia del arte; yo soñaba con viajar por el mundo y escribir novelas. Pero la vida nos llevó por otros caminos: hipoteca, hijos, trabajo en la biblioteca municipal… Siempre pensé que éramos un buen equipo.
Esa noche, después de soplar las velas rodeada de mis nietos —que no entendían por qué su abuela tenía los ojos tan rojos—, Lucía me abrazó fuerte y susurró:
—Mamá, lo siento mucho. Papá me lo contó hace unos días. No sabía cómo decírtelo…
—¿Tú también lo sabías? —le reproché con amargura.
—No quería arruinarte el cumpleaños…
Me sentí traicionada por todos. Durante semanas apenas salí de casa. Las vecinas murmuraban al verme bajar al portal; en el supermercado evitaban mirarme a los ojos. En España aún pesa mucho el qué dirán, sobre todo para una mujer mayor divorciada.
Una tarde recibí la llamada de mi hermana Pilar desde Zaragoza:
—Carmen, tienes que salir de ese pozo. Vente unos días conmigo. Aquí nadie te juzga.
Acepté a regañadientes. En Zaragoza redescubrí pequeños placeres: pasear por el Ebro al atardecer, tomar café con churros en El Tubo, reírme con Pilar recordando anécdotas de infancia… Poco a poco empecé a sentirme viva otra vez.
Un día Pilar me llevó a un taller de escritura creativa en la biblioteca pública:
—Siempre decías que querías escribir novelas —me animó.
Al principio me sentí ridícula entre desconocidos más jóvenes que yo, pero pronto descubrí que todos llevábamos heridas invisibles. Compartimos historias de amor y desamor, pérdidas y renacimientos. Escribir se convirtió en mi refugio.
Un año después del divorcio volví a Madrid con fuerzas renovadas. Había aprendido a estar sola sin sentirme vacía. Empecé a colaborar como voluntaria en una residencia de mayores; allí escuchaba historias aún más duras que la mía y comprendí que el dolor compartido pesa menos.
A veces veo a Manuel por el barrio, paseando con Teresa. Ya no siento rabia ni tristeza; solo una leve nostalgia por lo que fue y ya no es.
Hoy celebro mi 61 cumpleaños rodeada de mis nietos y mi hija. Lucía me abraza y me dice:
—Mamá, eres más fuerte de lo que crees.
Y yo sonrío, porque sé que es verdad.
Ahora me pregunto: ¿Cuántas mujeres como yo han tenido que reinventarse después de perderlo todo? ¿Por qué nos cuesta tanto hablar del dolor y la soledad cuando llegamos a cierta edad? ¿Y si este fuera solo el principio de una nueva vida?