El Regreso de Mamá: Una Decisión Dolorosa

«¡No puedo más, mamá!» grité mientras las lágrimas corrían por mi rostro. Mi madre, Rosa, me miraba con una mezcla de tristeza y comprensión desde el otro lado de la mesa del comedor. Había pasado un mes desde que la traje a vivir conmigo a la ciudad, y ya sentía que el peso de la decisión me aplastaba.

Todo comenzó cuando recibí una llamada de mi hermana menor, Mariana. «Mamá ya no puede vivir sola», me dijo con voz preocupada. «Se cayó en la cocina y estuvo horas en el suelo hasta que la vecina la encontró». En ese momento, sentí un nudo en el estómago. Sabía que tenía que hacer algo.

Decidí llevarla a vivir conmigo en la ciudad. Pensé que sería lo mejor para ella, que estaría más segura y cuidada. Pero desde el primer día, las cosas no fueron como esperaba. Mi madre, acostumbrada a la tranquilidad de su pequeño pueblo en las afueras de Oaxaca, se sentía perdida en el bullicio de la ciudad.

«No entiendo cómo puedes vivir aquí, hija», me decía cada mañana mientras miraba por la ventana el tráfico interminable y escuchaba el ruido constante de los coches y las sirenas. «Extraño mi jardín, mis plantas… mi vida».

Intenté hacerla sentir cómoda. Le preparé su comida favorita, le compré plantas para el balcón, incluso le conseguí una silla cómoda para que pudiera sentarse al sol. Pero nada parecía funcionar. Su tristeza era palpable y su salud comenzó a deteriorarse aún más.

Una noche, mientras cenábamos en silencio, ella rompió el silencio con una voz temblorosa: «Hija, quiero volver a casa». Mi corazón se rompió al escuchar esas palabras. Sabía que volver significaba dejarla sola nuevamente, pero también sabía que aquí no era feliz.

Mis amigos no entendían mi dilema. «¿Cómo puedes dejarla ir?», me preguntaban incrédulos. «Es tu madre, deberías cuidarla». Pero ellos no veían las noches en las que ella lloraba en silencio o los días en los que apenas hablaba.

Finalmente, tomé la decisión más difícil de mi vida. La llevé de regreso a su pueblo natal. Durante el viaje en autobús, ella se aferró a mi mano y me dijo: «Gracias por entenderme». Esas palabras me dieron un poco de paz.

Al llegar, la vecina que la había encontrado aquella vez nos recibió con una sonrisa cálida. «Rosa, te hemos extrañado», dijo mientras abrazaba a mi madre con fuerza. En ese momento supe que había hecho lo correcto.

Ahora, cada vez que visito a mi madre y veo cómo florece en su entorno familiar, sé que tomé la decisión correcta. Pero aún así, no puedo evitar preguntarme: ¿Hice lo suficiente por ella? ¿Podría haber encontrado otra solución? A veces, las decisiones correctas son las más dolorosas.