El sabor amargo de la Nochebuena: cuando mi madre eligió a otra hija

—¿Por qué siempre tiene que ser así, mamá? —escupí las palabras casi sin darme cuenta, mientras el aroma del cordero asado se mezclaba con la tensión en el comedor. Mi madre, Carmen, ni siquiera levantó la vista del plato. Mi hermana Lucía, sentada a su lado, sonrió con esa media sonrisa que siempre me ha hecho sentir invisible.

Era Nochebuena y la mesa estaba llena de risas forzadas, platos de turrón y miradas que evitaban el conflicto. Mis hijos, Pablo y Martina, jugaban en el salón con los primos, ajenos a la tormenta que se gestaba entre los adultos. Mi marido, Álvaro, me apretó la mano por debajo de la mesa, intentando calmarme. Pero yo ya no podía más.

Todo empezó cuando Lucía llegó dos horas tarde, como siempre. Mi madre se levantó de un salto, corrió a abrazarla y le sirvió un plato caliente, mientras yo llevaba desde las cinco de la tarde ayudando en la cocina. Nadie me preguntó si necesitaba algo. Nadie me agradeció nada. Pero a Lucía le bastó aparecer para que todo girara a su alrededor.

—Mamá, ¿puedes venir un momento? —le pedí cuando vi que mis hijos discutían por un juguete roto.

—Ahora no, cariño, estoy hablando con Lucía —me respondió sin mirarme siquiera.

Sentí cómo una rabia antigua me subía por el pecho. No era la primera vez. Desde pequeñas, Lucía era la niña mimada: la que sacaba malas notas pero recibía regalos; la que llegaba tarde y era disculpada; la que nunca ayudaba en casa pero recibía elogios por cualquier tontería. Yo era la responsable, la que cuidaba de todos, la que nunca daba problemas. Y por eso, supongo, nunca recibí atención.

La cena avanzó entre brindis y conversaciones superficiales. Pero yo no podía dejar de mirar a mi madre y a Lucía, riendo juntas como si nada más importara. Cuando llegó el momento de repartir los regalos, mi madre sacó una caja envuelta en papel dorado y se la entregó a Lucía.

—Esto es para ti, hija —dijo con una ternura que me partió el alma.

Lucía abrió el paquete y sacó una pulsera antigua, la misma que mi abuela había prometido para mí cuando era niña. Me quedé helada.

—¿No era esa…? —empecé a decir.

—Ay, hija, pensé que le haría más ilusión a Lucía —me interrumpió mi madre sin inmutarse.

Sentí cómo se me llenaban los ojos de lágrimas. Me levanté de la mesa y salí al balcón. El frío de diciembre me cortó la respiración, pero preferí eso al calor asfixiante del comedor. Álvaro vino detrás de mí.

—No te pongas así —me susurró—. Es solo una pulsera.

Pero no era solo una pulsera. Era todo lo que representaba: años de sentirme menos, de ser invisible, de cargar con responsabilidades mientras Lucía era la favorita.

Volví al salón cuando escuché a Pablo llorar. Había tropezado y se había hecho daño en la rodilla. Mi madre fue corriendo… pero hacia Lucía, que se había manchado el vestido con vino.

—¿Estás bien, cariño? —le preguntó a mi hermana mientras yo limpiaba la sangre de mi hijo.

Esa fue la gota que colmó el vaso.

—¡Basta! —grité—. ¿Es que no ves lo que haces? Siempre eliges a Lucía. Siempre. Incluso por encima de tus nietos.

El silencio cayó como una losa sobre todos. Mi padre intentó mediar:

—No es momento para discutir…

Pero ya era tarde. Mi madre me miró con frialdad.

—No tienes derecho a hablarme así en mi casa —dijo—. Si no te gusta, ya sabes dónde está la puerta.

Me quedé paralizada unos segundos. Nadie dijo nada. Ni siquiera Lucía. Cogí a mis hijos y salí de allí sin mirar atrás.

Esa noche dormimos en casa de mi suegra. Pablo y Martina no entendían nada; yo tampoco. Lloré hasta quedarme dormida pensando en todas las veces que había intentado ganarme el cariño de mi madre sin conseguirlo nunca.

Pasaron los días y nadie llamó para preguntar cómo estábamos. Ni un mensaje, ni una disculpa. Solo silencio.

A veces me pregunto si debería intentar arreglar las cosas o si es mejor aceptar que hay heridas que nunca sanan. ¿Cuántas veces hay que perdonar antes de perderse a una misma? ¿Vosotros qué haríais si vuestra propia madre os diera la espalda por otra hija?