El secreto bajo el asiento: lágrimas en el autobús escolar de Madrid
—¿Otra vez llorando, Lucía? —me pregunté en voz baja, mientras miraba por el retrovisor y veía cómo la niña se secaba las lágrimas con la manga del jersey. El bullicio de los chavales llenaba el autobús, pero ella, sentada sola en la penúltima fila, parecía estar en otro mundo. No era la primera vez que la veía así. De hecho, llevaba semanas observando cómo, cada mañana, subía al autobús con los ojos hinchados y la mirada perdida.
—¿Te pasa algo, hija? —le pregunté un día, al abrirle la puerta en la parada de la calle Alcalá. Ella solo negó con la cabeza y apretó los labios. Su silencio me dolió más que cualquier respuesta.
En Madrid, todos vamos con prisas, pero yo siempre he pensado que hay que mirar a los ojos de los niños. Algo no iba bien. Los demás niños reían, se empujaban, gritaban «¡Manolo, pon Los 40!», pero Lucía era como una sombra entre ellos.
Una mañana de lluvia, después de dejar a los últimos niños en el colegio, no pude más. Aparqué el autobús en doble fila y volví al asiento de Lucía. Me agaché y miré debajo. Allí, entre papeles arrugados y una goma de pelo olvidada, vi algo que me dejó sin aliento: una pequeña libreta azul, con la tapa desgastada y el nombre «Lucía» escrito en letras torcidas.
La cogí con manos temblorosas y la abrí. Las primeras páginas estaban llenas de dibujos: una casa partida por la mitad, una niña llorando bajo un paraguas roto, un hombre y una mujer dándose la espalda. En las siguientes páginas había frases cortas: «Papá ya no vive aquí», «Mamá llora por las noches», «No quiero irme los fines de semana».
Sentí un nudo en el estómago. En España, aunque parezca que todo es fiesta y alegría, también hay familias rotas y corazones partidos. Pensé en mi propia hija, ya mayor, y en lo poco que a veces escuchamos a los niños.
Esa tarde, cuando recogí a Lucía para llevarla de vuelta a casa, le devolví la libreta sin decir nada. Ella me miró con miedo al principio, pero luego susurró:
—¿La has leído?
Asentí despacio.
—No pasa nada si quieres llorar —le dije—. Pero tampoco pasa nada si quieres hablar.
Lucía me miró largo rato antes de asentir. Durante el trayecto me contó cómo sus padres se habían separado hacía poco, cómo su madre estaba siempre cansada y su padre apenas llamaba. Me habló de su miedo a molestar, de su tristeza escondida bajo sonrisas forzadas.
Al llegar a su parada, le di un abrazo rápido —en España no nos cortamos con los abrazos— y le dije:
—Aquí tienes tu sitio para lo que necesites. No estás sola.
Desde aquel día, Lucía empezó a sentarse más cerca del conductor. A veces hablábamos del tiempo o del Atleti; otras veces solo compartíamos silencios cómodos. Poco a poco, dejó de llorar cada mañana.
A veces me pregunto cuántos niños llevan sus propias libretas azules escondidas bajo el asiento. ¿Cuántas lágrimas no vemos porque vamos demasiado deprisa? ¿Y si todos dedicáramos un minuto a mirar más allá de las apariencias?