El secreto de la llamada: Una tarde en Madrid que lo cambió todo

—¿Sí? —contesté con voz temblorosa, el móvil apretado entre mis manos sudorosas.

—Buenos días, habla el Servicio de Urgencias. Su número figura como contacto en caso de emergencia. Se trata de Andrés Domínguez.

Sentí que el suelo desaparecía bajo mis pies. Andrés Domínguez. Ese nombre era una cicatriz en mi memoria, una herida que nunca cerró del todo. No podía respirar. ¿Por qué ahora? ¿Por qué él?

—¿Puede venir al Hospital General de Madrid? —insistió la voz al otro lado.

—Sí… sí, claro —logré decir, aunque mi mente gritaba que no, que no podía volver a verle, que no estaba preparada para enfrentar todo aquello otra vez.

Colgué y me quedé sentada en la cocina, mirando la taza de café frío sobre la mesa. Mi hija Lucía entró en ese momento, con su uniforme del instituto y cara de sueño.

—Mamá, ¿estás bien? Estás muy pálida.

No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle que el hombre por el que su padre y yo dejamos de hablarnos hace quince años acababa de reaparecer en nuestras vidas? ¿Cómo decirle que ese nombre era sinónimo de traición, de secretos y de un dolor que nunca le conté?

—Tengo que salir, Lucía. Si tu padre llama, dile que volveré tarde —dije al fin, intentando sonar tranquila.

El taxi parecía avanzar a cámara lenta por la Castellana. Cada semáforo era una tortura. Recordaba la última vez que vi a Andrés: fue en la boda de mi hermana Carmen. Él era el mejor amigo de mi marido, Sergio, y durante años fue como un hermano para mí. Hasta aquella noche en la que todo se rompió.

La sala de espera del hospital olía a lejía y miedo. Me acerqué al mostrador.

—Vengo por Andrés Domínguez. Me han llamado hace un momento.

La enfermera me miró con compasión.

—Está estable, pero necesita compañía. Ha preguntado por usted varias veces.

Me temblaban las piernas cuando entré en la habitación. Allí estaba él, más delgado, con el pelo canoso y los ojos hundidos. Pero su mirada seguía siendo la misma: intensa, llena de preguntas sin respuesta.

—Marina… —susurró cuando me vio.

No pude evitarlo: las lágrimas brotaron sin control.

—¿Por qué me diste como contacto? —pregunté entre sollozos.

Andrés sonrió con tristeza.

—No tengo a nadie más. Y hay algo que necesito decirte antes de que sea demasiado tarde.

Me senté a su lado, sintiendo cómo el pasado se colaba entre nosotros como un fantasma. Recordé aquella noche fatídica: la discusión con Sergio, los gritos, el portazo. Y luego Andrés, buscándome en la calle bajo la lluvia, confesándome un secreto que nunca debió salir a la luz.

—¿Te acuerdas de aquella noche? —preguntó él, como si leyera mis pensamientos.

Asentí en silencio.

—Nunca quise haceros daño. Pero tenía que decírtelo. Sergio te engañaba desde hacía meses… y yo no podía soportar verte sufrir sin saber la verdad.

Sentí rabia y alivio al mismo tiempo. Durante años culpé a Andrés por romper mi matrimonio, pero en el fondo sabía que sólo fue el mensajero de una verdad incómoda.

—¿Por qué ahora? ¿Por qué me llamas después de tanto tiempo?

Andrés cerró los ojos y suspiró.

—Porque estoy solo, Marina. Porque me arrepiento de muchas cosas… y porque tú fuiste la única persona que realmente me importó.

El silencio se hizo pesado entre nosotros. Afuera llovía, como aquella noche lejana. Me di cuenta de cuánto había cambiado mi vida desde entonces: una hija adolescente, un exmarido ausente, una rutina gris y sin sobresaltos… hasta hoy.

—¿Y qué quieres que haga yo ahora? —pregunté casi en un susurro.

Él me miró con ternura.

—Perdóname. O al menos intenta entenderme. No quiero irme de este mundo con tu odio pesando sobre mí.

Me levanté y caminé hacia la ventana. Madrid seguía ahí fuera, indiferente a nuestro pequeño drama. Pensé en Lucía, en lo poco que sabía de mi pasado, en lo mucho que había callado para protegerla… o quizá para protegerme a mí misma.

Volví junto a Andrés y le tomé la mano.

—No sé si puedo perdonarte del todo —admití—. Pero tampoco quiero seguir viviendo con este rencor.

Él sonrió débilmente y apretó mi mano con fuerza inesperada.

—Gracias, Marina. Eso es más de lo que merezco.

Nos quedamos así un rato largo, sin hablar. Por primera vez en años sentí que podía respirar hondo, aunque el dolor seguía ahí, agazapado en algún rincón del alma.

Cuando salí del hospital ya era de noche. Caminé bajo la lluvia hasta la parada del autobús, empapada pero ligera. Sabía que aún quedaban muchas conversaciones pendientes: con Lucía, con Sergio, conmigo misma. Pero también supe que aquel día había dado un paso importante hacia la reconciliación con mi propio pasado.

¿Hasta qué punto somos responsables del dolor ajeno? ¿Es posible perdonar cuando las heridas siguen abiertas? No sé si algún día tendré todas las respuestas… pero hoy he decidido dejar de huir.